Esta es una historia de traición. Para comenzarla hay que decir que “Los Viejitos” era un equipo de baby fútbol nacido en la Escuela de Derecho de la Católica del Norte, en Coquimbo, y que existió quizá en los años ‘93 hasta el ‘98. Estaba compuesto por estudiantes provenientes de Santiago, Vallenar y La Serena. Y si bien ninguno era viejo (en promedio frisaban los 20 abriles), se denominaron así porque eran parte de la primera generación de alumnos de leyes de esa casa de estudios. Por sus filas pasó Inti, Miguel, Lucho, Darío, Alejandro, Gustavo, y este pechito (quizá alguno se me olvide. Mil disculpas por eso). Al inicio, en el arco jugaba Miguel, alias el Búfalo, pero una vez que regresó a su Vallenar natal, los tres palos fueron resguardados por Alejandro, alias Jabba. Y si bien nos rotábamos dentro de la cancha, casi siempre la salida limpia la ponía Lucho (alias el Vampiro de las viñas), acompañado por el trabajo incansable de Gustavo (alias URSS). Yo instalaba la magia desde el centro e Inti tenía como misión convertir goles. Darío fue parte del equipo un tiempo después. Era un jugador polifuncional, con técnica y velocidad.
Ya al segundo año de universidad, y por deformación del nombre de un compañero que tuvo un curioso paso por la carrera, la competencia de la carrera se llamó “Copa Luchito Ayala”, y pudimos ganarla en muchas ocasiones. Recuerdo en particular una final que disputamos en contra del equipo de los profesores, en la multicancha del Campus Miraflores. La Escuela se paralizó. Viendo el encuentro estaban alumnos, académicos y funcionarios. Hasta la directora de carrera se instaló en una silla metálica. Reglamentariamente, los profes podían ser reforzados por familiares y, dada esa razón, jugaba un hijo del profe de civil que tenía una velocidad endemoniada. Ellos comenzaron ganando. Uno, dos cero. No nos hallábamos en el partido. Hasta que vino una jugada clave: me tocó ir al cruce en una pelota que conducía el hijo del profe. Venía tan veloz que en el trancazo saltó a la conchesumare. Alegaron falta. Los compañeros maricones del público se pusieron en contra nuestra. Hugo Zepeda Coll desde la galería pedía mi expulsión, pero el árbitro sólo cobró lateral. El cabro quedó a mal traer y debido a sus molestias, sumado al cansancio de los profes, empecemos a dar vuelta el resultado. Al final terminamos 5 a 3 y éramos los flamantes campeones. Esa noche –como tantas otras- nos fuimos al Rosita Pub a celebrar nuestra victoria.
Pero había un desafío deportivo mayor y que era obtener la CUPRO (Copa universitaria de promociones) que se disputaba en el Campus Guayacán, y en la que participaban todas las carreras de la U. Era la única posibilidad de ganarla ya que para muchos era nuestro último año en la región. Estábamos prestos a inscribirnos en la competencia un día lunes, pero el domingo previo hubo una reunión en el Hogar Universitario, que era el lugar en donde yo vivía. Habló Fabián, que ocupaba el cargo de Delegado, algo así como el jefe de casa. Nos informa que desde Asuntos Estudiantiles le pidieron que formáramos un equipo para el campeonato y que la idea era participar. Primero me excusé diciendo que estaba comprometido con Los Viejitos. Me replicaron casi llorando: “Pero piensa que todos somos parte de algún equipo en nuestras carreras, y sin embargo vamos a renunciar a eso para representar al Hogar Universitario. Además, en tu carrera pueden tener más jugadores. Acá estamos justos”. Y efectivamente, de los diez tontorrones que vivíamos en el Hogar, sólo cinco jugaban, aunque –cosa curiosa- los escasos peloteros lo hacían bastante bien. Esa noche casi me desvelé. Llegué el lunes con los ojos rojos y les manifesté a mis compipas de derecho mi decisión de no jugar por Los Viejitos en la CUPRO, ya que lo haría por el Hogar Universitario. “Traidor qlo. Maricón de mierda. Si nos toca jugar en contra te vamos a reventar a patás”, fue lo más suave que me dijeron. En clases de minero igual que cabros chicos me enviaban papelitos en los que aparecía el juego del ahorcado completando mi nombre.
Y se vino la Copa CUPRO. Los Viejitos empezaron a pasar fases y el Hogar Universitario también. Pues bien, de la fatalidad no se puede arrancar. Para mi mala cuea, en semifinales me tocó enfrentar al equipo de mis amores, Los Viejitos. Fue un partido intenso en donde ellos cumplieron su promesa: me empujaron, insultaron y patearon durante todo el juego, los csm. Mis propios amigotes de carrera y de parranda. A los diez minutos ganábamos uno a cero con un golazo mío (lo grité), y después nos refugiamos en el fondo a esperarlos. Ellos atacaban y atacaban. En los últimos minutos Darío lo empató. Cuando convirtió lo empujé con pelota y todo dentro del arco, de puro picao. En los últimos segundos ellos seguían corriendo, y nosotros simplemente aguantábamos. Finalizado el pleito, correspondía por reglamento una definición a penales.
Estábamos recomponiéndonos a un costado de la cancha, tomando agua, eligiendo el orden para patear, cuando se nos acerca el profe que arbitraba. Nos manifestó que el equipo de Los Viejitos proponía hacer un alargue de 10 minutos, 5 por lado, y que nosotros debíamos aceptar o no, ya que por reglamento correspondía definir esto a penales. Curiosamente mis compañeros del Hogar estaban conformes con el alargue. Y ahí saqué la voz: “¿Ustedes son weones o qué? Ellos están mucho más enteros. Nosotros estamos muertos. Nos convienen los penales”. Debo haber mostrado tal convicción y enojo que nadie me contradijo. Y así nos fuimos a la definición.
Pues bien, repito que de la fatalidad no se puede arrancar. La tanda de penales iba pareja hasta que uno de ellos falló el último tiro (no recuerdo quien). Y me tocó definir. El más odiado. Me paré con decisión, pero pateé como la mierda. De puro nervioso le pegué al suelo. Sin embargo y para mi fortuna, la pelota se fue lentamente en dirección al arco y quizá por ese tiro inesperado el arquero (también nervioso) se confundió lanzándose mal y el balón caprichosamente se metió. Como celebración, sobre mí saltaron todos los del Hogar Universitario, más otros tantos que nos apoyaban. Bajo esa multitud de brazos y piernas mi corazón se apretujaba dividido.