El viejo se levantó lentamente, con cada coyuntura crujiendo, y caminó despacio. Se acercó cancinamente a los trapos que en ese momento cubrían la vista. Los quitó con un jadeo, y los dejó caer al suelo, amontonados y polvosos. Casi de la misma manera se dejó caer en el banquito de madera donde se sentaba todos los días.
El viejo miró a sus prisioneros con calma, mientras estos se desperezaban y se movían intentando consumir la fulgente luz de esa hora de la mañana, el tibio calor que les daba. Era normal, toda la noche y buena parte del día residían en la máxima oscuridad. El resto del tiempo, el sol los cubría y aunque el calor también arreciaba en muchas ocasiones, lo esperaban con esperanza. Era una hermosa forma de recordar la libertad, esa misma luz entre los árboles, ese cielo que se podía ver libre del marco que le infundían las rejas que los aprisionaban desde siempre.
El viejo como siempre pensó en sus prisioneros, mirándolos quedamente, uno por uno. Pensó en lo que harían en libertad, se imaginaba situaciones, los aconsejaba. Su voz se perdía en la soledad que en el último tiempo era su única compañera, y los prisioneros, los que alcanzaban a escucharlo, por supuesto no le prestaban atención.
Luego de un rato y como todos los días, el viejo miró a los cautivos con recelo, pero con una sonrisa socarrona de venganza cumplida: ellos no eran libres, estaban prisioneros y llevados por sus deseos. De la misma manera que el viejo tenía un espíritu que ya no era libre, porque vivía en un cuerpo decrépito que se descomponía lentamente, como un auto viejo, dejando de funcionar muy de a poco, perdiendo piezas de una a la vez. Él ya no era libre, pero le quedaba el consuelo amargo de que sus prisioneros tampoco.
Quizás cuánto tiempo después y con la lentitud que lo acosaba, el viejo se levantó, se dio vuelta hacia el sol y entrecerrando los ojos pensó: Debo comprar más alimento para estos malditos pájaros…mientras remecía la pequeña y maltrecha jaula para hacer enfurecer a sus pobres y alados prisioneros.