No sólo el cuiquerío lo menospreciaba. También un sector de la izquierda, que veía en su música una falta total de conexión con alguna causa reivindicativa o con la poesía enigmática y comprometida del Canto Nuevo.

Pero quizá de lo que no se percataban era que Zalo no necesitaba vestirse de pueblo ni cantar en nombre de éste, porque él era Pueblo: un picante cantor de carpas de circos que algún día pudo transformarse en casi un mito viviente, especialmente para ese sector que soportaba los flagelos económicos de finales de los ‘70 y comienzos de los ‘80. Al respecto, él diría posteriormente en una entrevista: “La mejor fecha para mí fue el año 82, 83, estaba la cagada en Chile, no había trabajo. (Los militares) pararon el Festival de la Una y todas esas cuestiones. A mí me hizo mucho daño el gobierno de Pinochet. A mi mamá una vez le pegaron un puntapié en la fila de la parafina. Entonces el gobierno fue una molestia. Yo fui un bálsamo para la pena y para la gente que se sentía mal...”

Y es que algo especial tenía la voz del Gorrión de Conchalí. Quizá no había en ella el despliegue tonal de esos gigantes de la canción romántica sesentera como fueran Germaín de la Fuente o Lucho Zapata, o la explosividad de las adoloridas y plañideras gargantas de Lucho Barrios, Luis Alberto Martínez o Ramón Aguilera. Sin embargo, cierta dulzura abrigaba su canto, la que provocaba una mágica e inseparable identificación con el mundo popular, lo que llevó a que la gallá lo hiciera parte de su cortina musical de los fines de  semana, en familia, en el pescado frito, en la emisora AM.

Pero había más. Zalo Reyes sabía ser él mismo. Era más que un cantante de letras románticas. Su carisma, basado en su naturalidad, lo llevó a la cumbre. Icónica es su actuación en el Festival de Viña del Mar en 1983, aquella en la que sólo al salir al escenario, usando un terno blanco, dejó instalada su estampa: “¡Hola!, ¿cuándo vai a ir pa’ la casa? Pero vayan de a uno no más, no veís que tengo que comprar mantequilla, mermelá y son muchos”.  Así era el Gorrión. (Dato curioso fue que en esa misma presentación, interpretó “Canción con Todos”, tema de Armando Tejada Gómez y César Isella, misma canción que al año siguiente fuera parte del repertorio que Silvio Rodríguez y Pablito Milanés incluyeran en un inolvidable concierto en Argentina; y hay más, el oriundo de Conchalí finalizó su actuación en Viña con “Años”, del propio Milanés).

Él, que antes de ser Zalo era Boris González, tuvo su primer éxito a los 15 años al ganar un festival en la población Monterrey de Conchalí. De ahí en adelante, el cauro chico callejero, vivaracho, gracioso, pelusón, al igual que algún protagonista de una película de Scorsese, tomó un camino hacia el pináculo del éxito, gozó de él, y después –a punta de drogas y enfermedades- inició el veloz descenso hacia la soledad y la leyenda. Hay algo que no varió: con su música ganó para siempre el cariño de los más humildes.

“La gente me ha cachao que soy de verdá”, dice Zalo en una entrevista en un late show conducido por JC Rodríguez en 2012, y agrega:
«Los juleros son juleros: nacen juleros y mueren juleros».

Boris González, el Zalo Reyes, ya no necesitará invitarnos para su casa, pues ahora él es el que se ha instalado en las habitaciones de nuestra memoria; se ha quedado prisionero en el corazón de los más sencillos. Vivirá cien años ese amor.