Ese año ‘90, cuando salió el disco Corazones, yo había ingresado a estudiar pa’ profe de castellano en el Peda. Pasaba del uniforme escolar al pelo largo; del himno nacional a los pastos de Macul; del trabajo de artes plásticas al vinito compartido y clandestino en el casino abandonado, hablando de Cortázar, de revolución y de sexo sin bodas. Viajaba más de una hora en la Matadero Palma desde los arrabales renquinos hasta Macul con Grecia, y llegaba todas las mañanas a esa esquina en donde ya existía la mítica botillería, aunque no recuerdo si ya ostentaba ese hermoso nombre de El Tiempo en la Botella.

Era el primer año en democracia, en donde se empezó a fraguar en los maricones de la Concertación el pacto de no agresión con los asesinos, el dejar hacer a los empresarios y los cimientos de esa ilusión de que este sería un país próspero. Sabíamos por las conversaciones con compañeros que llevaban más tiempo en la U, que había que andarse con cuidado: quedaban funcionarios y profes sapos que ayudaron a los grupos de inteligencia para detener, torturar y hacer desaparecer a estudiantes. Era un año complicado. En democracia, pero en dictadura. Libres, pero con miedo.

Habíamos habitado por años en las peñas de nuestras poblaciones escuchando esas bellas canciones que hablaban de un Chile que había existido, pero que los milicos nos habían arrebatado. Y uno vivía sumido en esa nostalgia que no era vivencial, pero que la asumías como propia. Eran canciones tristes, y de acordes y ritmos hechos para la guitarra española, el charango y la quena. Y uno se esmeraba en aprenderlas. Fue sin duda, nuestro primer bagaje.

La cuestión es que comenzaron a sonar las canciones del disco Corazones, y uno pensaba que todo cobraba otro sentido. Nos dimos cuenta que éramos viejos menores de 20 años, en circunstancias que podíamos ser profunda e intensamente jóvenes. Y claro, Jorge González te hablaba de amores a full, con sangre, en que te hacías mierda. Y esa era una forma también de aferrarse con todo a la vida. A algunos weones de izquierda no les gustaba Corazones. Quizá les desacomodaba en su seriedad. Me acuerdo que yo les intentaba hablar de esos temas que me habían volado la cabeza, pero ellos decían que González se había vendido al sistema. Antes, otros como ellos le dijeron lo mismo a Dylan cuando se electrificó, a Víctor cuando grabó con Los Blops o a Silvio cuando manifestó que admiraba a Los Beatles. Los termocéfalos de siempre que quisieran que nada cambiara porque cambiar es peligroso.

Pero eso no tiene importancia. La historia borra esas miradas estrechas. A las pocas semanas de escucharse en las radios, ya había algunos qlos que sacaron los acordes de Estrechez de Corazón o Por Amarte, y compartiendo un pitito las cantábamos felices en los pastos del Peda.

Ese disco, el primer disco solista de González (el rótulo de Los Prisioneros es solo un detalle, así como el Artaud de Pescado Rabioso, que todos sabemos es enterito del Flaco Spinetta) marcó sin duda un antes y un  después. Y escucharlo a los 18 años era una patada en la raja a todas tus creencias pechoñas. El rock como filosofía de vida. La poesía como daga en la guata del capitalismo. Ya lo dijo el Pulento: “las palabras son cuchillas cuando las manejan orgullos y pasiones”. Y vaya que ha sido nuestro emblema.