Recorro laborioso milímetro a milímetro este mundo con mi boca. Soy, de cola a cabeza, pura labia y no puedo sino dejar mi beso ondulado sobre cada gravilla, poro de cemento o lanceolado pasto. A puro beso me muevo y, por fortuna, la naturaleza me dotó con una inervación poco intrincada, me protege de la explosión sensorial del besador. Por eso desparramo mis hilos de saliva, hilvano este mundo que no puedo llevar a cuestas y lo dejo brillando. Esto solo lo supera la embriaguez de la cópula, cuando con otro como yo nos encontramos, frotamos labia contra labia, y en esas horas de intenso y esmerado beso decidimos nuestros roles. Todo vale para el acoplamiento. Mi primera vez escogí lo que los seres escindidos llaman hembra, después lo otro. Pero no hay mayor goce -si es que me puedo permitir esa palabra- que ser al unísono viscosa, totipotencial y creadora. Activa y receptiva, blando y luego brutal al perforar a mi amante con el calcáreo dardo que cada uno oculta. Flechazo amoroso que me hace jugar a la vez de Cupido y de herido enamorado. Y así, embriagadas y unidos nos pasamos la noche, escueta tregua antes de continuar besando el mundo.
Blanca, plumosa
Y de repente
Ingresa por la ventana
Una carta
(blanca y plumosa)
Sin que una sepa nunca
Donde está el cardo
Ni donde el viento.
Zarzas
Sabemos perfectamente cómo movernos entre las zarzamoras. A las más bajas una pisada firme, a las que cruzan tu cuerpo las agarras con cuidado y enredas en una planta próxima. Si es otra zarza, mejor, así quedan atadas, hincándose los dientes una contra otra. Con las ramas altas te agachas y pasas cuidadosamente por debajo, si te agarran el pelo son capaces de sacártelo. Ni el saber ni los años de práctica importan: un quejido de ramas, el canto del chucao, una palabra del camino, distrae y se clavan las espinas. Piernas, manos, cabezas mordidas. Botones de sangre en las yemas, líneas rojas en las piernas; costuras apuradas, pelo tironeado revuelto, ropa rasgada.
Nunca nadie sale ileso de las zarzas.
El fin de las cosas
A Jorge Teillier
Guardo silencio
en las conversaciones
que tiran sus lazos para arrear las cosas.
Mejor que cabalguen sueltas,
porque nadie cantó de verdad
«have you ever seen the rain»
sin el ritmo de un caballo al galope
ni sabe que el viento fue la crin del caballo
y nuestra única ocupación
esquivar las ramas
que se cruzaban en el camino.
El golpe del maqui en la cara
o una zarza incrustada en la pierna
no causaban más dolor
que la velocidad con la que dejábamos atrás el verano
y la sangre de las últimas ciruelas
esparcidas en la quinta.
No había mayor triunfo
que el vértigo de perder los estribos
y apurarse a encajar el pie nuevamente.
Ahora tiemblo al cruzar la calle
y me mareo en las conversaciones
dentro del límite de una mesa
donde todos ponemos los codos
donde lo único que se mueve
son los ojos que buscan en otros
la inclinación de asentimiento.
Pero el caballo asiente no por la razón
sino por librarse de las riendas
cuando el miedo del jinete las acorta.
Por eso guardo silencio
porque no puedo estar sentada
con los codos en la mesa
sin querer salir galopando hacia un lugar
que ya no existe.