Sagrada y venerable, todavía, para algunos. Objeto de ambición y lucro para otros tantos. En aquellos días transparentes de la infancia, escuchamos que de ella fuimos hechos y que a ella habríamos de volver algún día. Hoy sabemos bien que es el agua quien nos reclama y que a ella pertenecemos.

Sin embargo, hay algo de verdad en que la tierra nos habita y que en ella hay, también, una suerte de destino… Marcado por otros tantos habitantes silenciosos, o vociferantes que nos desgastan con la misma calma del verano o de la lluvia.

Ella nos habita también como nostalgia. Como aquella lejana realidad de un «todo» compartido habitado y generoso. Es nostalgia de futuro, no cabe duda.

Pero, no solo esa nostalgia es la que nos identifica con ella, sino también la posibilidad de que el «limo primigenio» se alce en cada uno, con aquella fuerza ancestral que nos permita reconocernos como hijos de la tierra, de su matriz, sus gemidos y reclamos. Así como lo han hecho, desde siempre, aquellos que han encallecido sus manos, y encorvado su espalda, para arrancar de ella no solo el sustento sino también la dignidad que alimenta el día a día del ser humano.

O, también, como quienes la han regado con su sudor y su sangre… sin adjetivos, acuerdos ni renuncias acomodaticias de media semana por la tarde.  Ha sido celebrada, desde que nos alzamos por sobre el pasto y las rocas para mirar el horizonte y transitarla como bípedos, en ella está el secreto que la convierte en madre, temblor y diosa. Aquel secreto que solo se revela cada vez que, descalzos, su tibieza y humedad nos inunda y nos hace sentir más cerca de la vida y los abismos. Única manera (o por lo menos la más bella) de que nuestro barro se convierta en espejo o en abrazo.

Tibia en los atardeceres de verano y fría en las noches de invierno para aquellos que la habitan sin más tesoro, ni equipaje, que su frente mapeada por arrugas (que ya no saben de promesas ni variables de mercado) por manos temblorosas y de vez en cuando una que otra sonrisa.