Cecilia Aravena Zúñiga.
Dos mujeres de baja estatura y cabellera trenzada aparecieron
por el umbral de la casa hecha con piedra, barro y quincha.
Sólo una de ellas levantó la cabeza para mirar a los recién
llegados. Los dos hombres se inclinaron y extendieron sus
manos, sin encontrar respuesta. El más alto acomodó su pelo
liso y rubio, y el otro se sacó el sombrero descubriendo su
cabellera colorina.
—Señoras, venimos de parte de Zoilo, de la quebrada Paipote
—dijo el colorín y extendió una botella de aguardiente y
un trozo grande de charqui hacia las mujeres.
—Los estábamos esperando —dijo la mujer que parecía
mayor, acercándose a recibir los regalos—. Mañana saldremos
antes que salga el sol, ahora vamos a cargar las mulas. Entren.
El hombre rubio debió agacharse para cruzar el umbral y
el otro tuvo que pasar de lado. Luego ambos se acomodaron
en una banqueta.
—Les estamos muy agradecidos, ¿cuánto demora cruzar la
cordillera? —dijo el pelirrojo.
—Pueden ser siete días —dijo la hermana mayor, guardando
la botella de aguardiente en su bolso.
La otra mujer acercó una fuente de greda con trozos de
carne de oveja asada y papas cocidas. Los hombres deslizaron
las manos por sus pantalones y sacaron unos pedazos.
Comían con avidez. Pasaron algunos minutos y la voz ronca
de la mayor rompió el silencio.
—Han muerto muchas cabras. Después de dejarlos en
Argentina, volveremos a comprar más animales. Es mejor que
me entreguen el dinero ahora.
El colorín sacó un sobre café de la mochila que llevaba y lo
entregó a la mujer. Ella abrió con calma el sobre y le pasó a su
hermana menor los billetes, ésta los contó en voz baja y le hizo
un gesto afirmativo con la cabeza.
—Está bien —sentenció la mayor—. Coman todo lo que
puedan. Mañana sólo mascarán hojas de coca, para soportar
el cansancio y la altura.
El sol anunció el amanecer y los individuos se levantaron.
El grupo comenzó a subir por el angosto sendero de la montaña.
Atrás quedaba el Portal del Inca. Al cabo de una hora, el
techo de la casa de las hermanas y su corral apenas se distinguían
entre las tonalidades del desierto.
El hombre colorín cabalgaba delante de su compañero,
afirmando su gorro para que no se lo llevara el viento. Se dio
vuelta hacia el joven.
—Pronto estaremos seguros compadre —le dijo.
—No estaré tranquilo hasta que sepamos qué suerte corrió
el resto —le respondió el muchacho.
Las mujeres cabalgaban adelante, sus mulas avanzaban
entre los escarpados faldones de la cordillera, haciendo que
su carga se bamboleara. A llegar la noche, prendieron fuego y
descansaron guarecidos por la hendidura de una gran roca. La
mujer que siempre hablaba les acercó un tazón.
—¿Qué es? —preguntó el joven, mirando el jarro con el
líquido verde oscuro que ofrecía la mujer.
—Es mate con aguardiente, le llamamos Cimarrón. En la
montaña el frío detiene el corazón, esto te ayudará. Come pan
también.
Los días se sucedieron sin sobresaltos, los hombres ya no
se quejaban por la incomodidad de las mulas y las mujeres en
silencio preparaban los alimentos y decían por donde debían
avanzar. Fue la última noche, en que alrededor de la fogata,
con el cielo radiante de estrellas y el aguardiente entibiando
las gargantas, se emparejaron en silencio. Los cuatro se estremecieron
de placer al calor de la fogata. Esa noche se quedaron
dormidos con la mirada pérdida en las estrellas.
A media tarde llegaron al primer poblado de la Argentina.
Los hombres desataron sus bultos y caminaron hacia la villa
corriendo. Las mujeres se quedaron rezagadas. Ellos volvieron
y las abrazaron, el más joven lloriqueaba y reía al mismo
tiempo. Las mujeres sin decir nada se acercaron a la artesa
para saciar su sed y la de sus animales y retornar al lado chileno
de la cordillera.
El camino de vuelta sólo les tomó cinco días. Se detuvieron
menos veces a descansar, a comer y a dormir. Encontraron
una camioneta blanca detenida frente a la puerta de su casa,
tres hombres salieron a esperarlas. Ellas al verlos no dudaron.
—Bajen indias de mierda, qué se han imaginado las hijas
de puta —dijo un hombre alto y grueso tirando del brazo a
la hermana mayor, haciéndola caer de bruces. Lo propio hizo
otro más bajo con la menor. Los dos hombres comenzaron a
patearlas. Ellas cubrían sus rostros con las manos.
El tercer hombre que se había mantenido en el umbral de
la puerta, se acercó gritando.
—Ayudando a comunistas de mierda a cruzar la cordillera,
las mugrientas, ¿Qué se han imaginado? ¿Qué no lo íbamos a
saber? El tal Zoilo no aguantó ni un par de horas, el cobarde.
¡César! ¡Arturo!, yo me voy a Copiapó y no me llevo la mierda
conmigo, ¿entendieron?
Los hombres vaciaron sus pistolas sobre los cuerpos castigados
de ambas mujeres. Las mulas corrieron hacia la ladera
del cerro despavoridas, dejando que en su huida cayeran las
alforjas. Rugió el motor del vehículo. Algunos guijarros cayeron
cerca de las hermanas que dejaban de respirar mirando las
estrellas con sus manos entrelazadas. El desierto estaba frío y
silencioso, las estrellas relucientes, igual que la noche en que se
durmieron en los brazos de aquellos dos hombres.
[1] Publicado originalmente en el libro Fragmentos de Chile. Editorial Espora. 2018