Se perdió el plebiscito y fue de manera inapelable. Conocidos los resultados, muchos analistas –con el cerebro caliente, algunos; con la sangre, fría, unos pocos- intentaban dar con una respuesta al resultado adverso para quienes esperábamos que la nueva carta fundamental fuera uno de los pilares en la construcción de un nuevo Chile.
Y es que cuesta entender que un pueblo que casi en un 80% votó por dejar atrás la constitución del dictador, un año después decidiera desecharla. Es cierto que la contrapropaganda de los sectores empresariales y oligopólicos fue feroz, y sin duda alguna también hubo balazos en los pies de parte de algunos convencionales y del propio gobierno, pero en el otro lado de la balanza estaba lo de mayor vuelo: el propio proyecto presentado, que recogía casi todas las demandas que el pueblo expresó en las calles a partir de la revolución de los 30 pesos.
Los derechos establecidos en esa propuesta, dejando a un lado aquellos que eran tal vez demasiados sectorizados y que, legítimamente o no, pudieron haber generado resquemores en cierta parte del electorado, dan cuenta de una patria que vería favorecida a su gente: entre otros, las mujeres, los trabajadores, los ancianos, los niños, los enfermos. Hablaba de inclusividad, paridad, democracia directa y participativa, cuidado del medioambiente, pensiones dignas, educación gratuita, en fin.
Para muchos de nosotros fue complicado salir a la calle al día siguiente: toparse con personas y no poder evitar la inclinación a sospechar que en muchos de ellos, a la hora de votar, triunfó el statu quo, el individualismo y la cobardía.
Los sectores privilegiados que no querían cambios, que habían visto a un pueblo empoderado que los comenzaba a expulsar de la mesa, revivieron de entre los moribundos: se reposicionaron en sus asientos y hoy, de la misma manera a como lo hacían hasta antes del estallido, están decidiendo en sus pequeños y herméticos cenáculos los destinos de todo un país. Se reincorporaron a sus reuniones de puertas cerradas y, en el secretismo más absoluto, harán una propuesta en la que sus oropeles no corran ningún riesgo de ser arrancados: convención con amarres en su integración, para así poder evitar que el futuro texto constitucional se les escape de las manos.
Los que ganaron el plebiscito están imponiendo sus condiciones: así es la política de la guerra. El pueblo derrotado por su autoflagelación, se queda nuevamente esperando la solución que los poderosos darán a sus pretensiones, desde la ventana del asistencialismo y no por la puerta ancha de la victoria que logra construir un estado de derechos.
Así será la Patria durante los próximos 50 años: no muy distinta a la que actualmente conocemos. Estuvimos tan cerca, quizá como nunca en la historia de esta república oligárquica; pero, como su fuera una maldición, fuimos nuevamente derrotados y así nos terminamos yendo al carajo, para renacer quizá cuando de nosotros no quede sino una fotografía digital perdida en un disco duro que ya nadie utiliza.