Paloma siente junto a su cuello el frío que traspasa el cristal de la ventana. Las manos se le han enfriado a tal punto que cada movimiento sobre el teclado le produce un dolor agudo en los pulgares…pero no puede detener sus dedos que, pese al dolor, se mueven ágiles sobre las letras porque las ideas parecen bombardear su cabeza y desde ahí bajar hasta sus manos que imparables se deslizan sobre el ordenador en una danza hipnótica de palabras que no puede contener. No tiene claro qué está escribiendo, pero eso no es extraño… Suele empezar por una frase, un pensamiento y luego sola se va desenrollando la historia, toma un camino propio que la conduce hacia algún lugar desconocido… quizás a un amor sorpresivo, a un dolor no expresado o a una angustia soterrada que no puede explicar, pero que la hace respirar entrecortadamente mientras las manos adoloridas danzan sobre las teclas conducidas por ese fantasma de las palabras que nunca puede explicar ni menos, entender. Siente que los vocablos tienen una música que la expulsa hacia el espacio, cruzando por los cristales para remontar la cordillera que desciende hasta su ventana cubierta por un manto de nieve, silenciosa y secreta, acunando su espalda, y ese corazón que late solo por inercia, porque hace mucho tiempo que se ha olvidado de amar, sin cicatrizar, sin dejar de sangrar cada mañana, cada noche, todos los días, semanas, meses, que se han convertido en años siguiendo las huellas de un fantasma, de un sueño que fue y se perdió en las montañas.
Pero tiene que detenerse, las talleristas están escribiendo y pronto se terminará el tiempo que les dio para escribir un cuento, basado en un pie forzado que les expanda la imaginación y les suelte las manos y que, sin que ellas sepan, tiene mucho que ver con lo que sus ojos ocultan tras una mirada brillante y su boca calla escondida en una sonrisa contagiosa.
El tiempo que les da para escribir un cuento, ella lo usa para ejercitar esas palabras, para unirlas en un juego de sube y baja, de melodías inconclusas, de ritmos y cadencias que se deslizan por el papel y conforman un relato, una divagación, un sueño donde los pies se escapan por las nubes, entre los cirros y se acurrucan en los nimbos
El sol se despide en el atardecer de Santiago para ir a bailar con la luna, mientras su cuerpo añora sensaciones, los brazos que la sostuvieron un día valsando y desde el ocaso, cabalgando sobre el sol rojo, aparece Él aferrado a un rayo que se escapa entre los celajes, que se expande por el cielo y se acerca velozmente para rescatarla desde la ventana y en un giro espectacular cogerla de la cintura y sentarla en su regazo para subir hasta los arreboles mientras le susurra al oído las palabras secretas, esas que ella no puede escribir porque las tiene atoradas en la garganta tras esa permanente sonrisa que oculta las lágrimas, las palabras, el deseo de su cuerpo. Y no quiere dejar de sentir como se deslizan sus brazos para abrazar su cintura y estrechar su pecho que aletea como golondrina junto al suyo que bombea el amor de antaño, el amor añorado, ese amor que la viste y desviste por las noches y en la mañana mientras piensa en sus caricias, mientras siente sus manos fuertes, inmensas, volviéndose suaves para tocarla y apenas palpar la piel que de tanto encierro se ha ido tornando de blanca en alba y donde el color hace tiempo que no la encuentra. Quiere seguir cabalgando junto a él sobre ese rayo encendido, subiendo al infinito hasta tocar las estrellas y perderse entre cometas mientras allá muy lejos, ya casi invisibles, siguen las talleristas escribiendo sus historias que quizás nunca podrá leer porque está tan lejos sobre las nubes, rodeando los hoyos negros de la galaxia, cabalgando un sueño imposible del que no quiere, no puede despertar, no quiere regresar.