Nada ni nadie sacaba a mi padre de ese ritual: sentado en su silla, concentrado leía el diario de principio a fin para luego, con un cuchillo de dientes serrucho, acometer la tarea de cortarlo en cuadrados perfectos de un cuarto de hoja de tamaño. Como último acto, con un clavo horadaba el montón de hojas en una esquina y los instalaba en el baño para que la familia se limpiara el trasero.

Quizá ahí nació en mis hermanos y en mí la pasión por informarnos, pues cada vez que uno se instalaba a defecar, podía revisar esos retazos de noticias. Al final del sagrado acto se mezclaría la tinta con las heces (el poto también se entintaba), hasta parar todo en un tarro que era su cementerio.

Pero hay que decir que también contrajimos sarna en el invierno. Para combatirla había un marcado procedimiento: en el baño nos esparcíamos Lindano por todo el cuerpo. Luego debíamos esperar una media hora para que el líquido azul hiciera su efecto de matar bichitos. Como no teníamos calefont, mi madre calentaba agua en una tetera, la vaciaba en un lavamanos de plástico, y luego uno debía lavarse por presas. Viendo que el piso quedaba mojado, mi padre extendía hojas de diario para secar. A fin de que fuera más llevadera la espera leíamos los periódicos esparcidos en el suelo, mientras la piel se iba aliviando de tanto picor, haciendo olvidar por unas horas el rasquido incontrolable del que éramos esclavos.

Nuestra casa estaba situada en una población de gente pobre y tal vez todos allí limpiaban sus asentaderas con diario. El papel higiénico era para nuestras familias un lujo imposible de financiar y que sólo conocíamos en tandas comerciales con niños riendo felices en jardines amplios y coloridos. Las casas estaban llenas de cabros chicos, los espacios eran helados, jamás se compraba bebida y se jugaba casi todo el día a la pelota.

Pero mi padre se avergonzaba de su pobreza. Construyó una pira hacia el final del patio y, una vez que el recipiente del baño se rebasaba de papeles cagados, los quemaba. No quería que los vecinos vieran en la calle su tarro de basura con periódicos enmierdados, en la eterna espera del camión recolector.

En esa quemazón lo acompañé muchas veces. Por entonces no comprendía lo que hacía. Simplemente disfrutaba de la danza del fuego ardiendo por las noches, acompañando a mi padre que satisfecho sonreía silbando tangos, contento por haber llegado al término de su ceremonia. Cuando con el tiempo entendí sus motivos, sentí cierta ternura ante su pudorosa actitud. No pude abrazarlo porque él ya llevaba varios años muerto.

Hoy ya no hay letras colgando de un clavo en el baño. El papel higiénico exalta su aburrida blancura. En vez de un periódico, las personas mientras cagan revisan redes sociales en un celular. Mi padre no tendría diarios que leer y por ende carecería de hojas para cortar. Tampoco tendría  sentido su crematorio doméstico al final de la casa. Ese fuego que era muestra de su decoro, hoy es otra postal que sólo sigue ardiendo en mi memoria.