POR AGUA

Sus pies curtidos se van difuminando en el tono pardusco de la tierra, parece avanzar sin tocar el suelo, volando como el cóndor que vio hace unos días, cuando bajó de la montaña a buscar sus cabras. Aquella vez se fijó que las alas del ave, apenas planeaban y el cielo se movía mientras el cóndor contemplaba sus dominios. Juan pensó que la corteza del suelo era dura, como sus manos y sus pies. La falta de agua debía tener rabiosa a la tierra, porque no hay pasturas para el ganado. Tendrá que bordear el río y subir más. Octubre está más caliente que el año pasado. Los ríos que alimentan el desfiladero están secos y las cabras salieron del valle con sed. Ahora avanzan muy lento por la quebrada. El año pasado, por las mismas fechas, el cielo había hecho agua y sus animales pudieron descansar. Juan se detiene para secarse la frente con su antebrazo, dejando dibujado en su frente un surco de polvo. Sus ojos negros se fijan en un punto rojo en el paso. Es el techo de la Escuela. La construcción se distingue en el valle como si fuera un fruto al alcance de sus manos.
En la escuela hay agua, Juan, con la energía del sol, prenden el motor y sacan agua del pozo. ¿Será verdad, lo que escuchó en el pueblo?
Las cabras se detienen a su lado, en cada balido cree escuchar un reproche por tenerlas sedientas. Debió traerlas más temprano o haber esperado unos días. ¿Pero cómo iba a saber que el paso al río estaba cerrado? Las cabras amontonadas no quieren seguir caminando. Juan comienza a tironear a la moteada para que la siga el resto, con un silbido logra que su perro comience a ladrarles fuerte. Negro —el quiltro— sabe cómo tratarlas, les gruñe mostrándoles los dientes y pronto comienzan el descenso.
Al llegar al plano donde está la escuela, distingue voces infantiles que se interrumpen cuando el profesor se asoma por la ventana para saludarlo.
—Buenas, ¿No va de subida en esta fecha?
—Sin agua no se puede. El paso al río El Toro tiene una cerca alta y un letrero con letras rojas. No hay quien la pueda atravesar.
—Y mejor que no lo intente, mire que la minera tiene guardias armados, que disparan y después preguntan.
—Y ¿eso cuándo sucedió? Ese paso me lo enseñó mi abuelo y a él el suyo. Dicen que no se puede pasar y ¿a quién alimenta el río?, ¿para qué sirve allí encerrado?
—Eso sería largo de explicar amigo mío, y yo estoy muy ocupado ahora, pero pase que la bomba está funcionando, calme la sed de sus animales y descanse usted también.
El profesor, llama a unos niños para que guíen al recién llegado hasta la caseta donde estaba instalada la llave y saca un pañuelo arrugado del bolsillo de su pantalón para secarse la frente.
—Niños sigamos, seis por uno, seis, seis por dos, doce.
Juan gira la llave con cuidado. El agua fluye con fuerza al depósito como si hubiese estado ansiosa de salir. Deja que sus animales beban antes que él. Disfruta viendo cómo se agolpan, parecen felices, luego ayuda a las más pequeñas a acercarse al receptáculo. En ese momento deja de caer el líquido y desde la cañería escapa un ronquido. Juan la remece con fuerza.
—¡Mierda, Mierda! No puede acabarse ahora.
El profesor, que lo mira desde la ventana de la sala de clases, deja que sus lentes redondos bajen a la punta de su nariz y acomodándose la camisa blanca dentro del pantalón, sale a su encuentro.
—A veces se apaga, pero hay que esperar un rato y vuelve a funcionar. ¿Puede esperar?
—¿Cuánto tiempo?
—Un par de horas, tal vez un poco más.
—No puedo, debo llegar al camino antes del atardecer, aunque soy criancero desde siempre, puedo perder algún animal si el viento nos atrapa en la pampa.
—Bueno, tengo agua adentro, pero no tanta como para tus animales, llena un par de cantimploras por lo menos.
Con el primer trago, Juan siente que revive. Luego observa a su ganado. ¿Por qué sus animales lo miran así? No puede hacer nada. Mejor continúan. ¡Qué mierda lo del motor!
Al volver a subir la quebrada, se da vuelta a mirar hacia la escuelita y nota que algunos niños le dicen adiós con sus manitos abiertas, mientras el profesor los empuja hacia la sala. El viento mueve la bandera desteñida que cuelga de un mástil, despidiéndose también.
—El viento está llegando, apurémonos —dijo mirando al cielo.
Juan se acomoda la capota y saca su ocarina. La música los consuela. El silbido del instrumento parece perderse entre las piedras. Tal vez pueda rebotar y volver con brisa fresca, como aquella mañana hacía años, en que lo había pillado una lluvia en plena subida. Llegaron bañados a lo alto y sus animales rejuvenecieron. Ese día los techos de paja también se bañaron. Si sucedía algo así ahora, sería un abrazo del cielo para él y sus animales. Pero nadie sabe lo que le sucede al cielo, ni lo que a él le gusta. Ahora tiene que llegar al río El Toro, es brioso y ancho, como las espaldas de su padre, que lo cargaba hasta allí cuando volvían de las montañas a esperar el invierno en el valle. Los ladridos de Negro interrumpieron sus recuerdos.
—¿Qué pasa? ¿A quién le ladras Negro?
Una nube de polvo se aproxima a ellos. Juan aguza la vista, entrecerrando sus ojos. Tres pliegues atravesaron su frente de lado a lado, a sus cincuenta y cinco años, conocía muy bien el desierto y sus voces. Venía un vehículo grande con carga pesada.
Mientras empuja a los animales a un costado del camino, Juan escucha el motor del vehículo detenerse a su lado. Un hombre de bigotes y ojos color pasto, lo saluda desde el asiento del copiloto.
—¿Para dónde vas?, el paso al río está cerrado para los que no sean de la mina, mejor te devuelves.
—Voy al río, mis animales necesitan tomar agua. Estamos a más de la mitad del camino.
—Pues, no se podrá, el paso está prohibido.
—Prohibido ¿por quién?, si al río no le sucede nada por un poco de agua que tomemos.
—Así será pero no puedes pasar. No pierdas tu tiempo y vuelve al sendero. No lo intentes, puede ser peligroso.
La camioneta acelera su marcha dejando una nube en torno a Juan y sus cabras. El polvo desaparece en el horizonte.
Juan se detiene un rato, y mira hacia atrás. ¿Devolverse?, también necesita agua para volver al valle. No podía retroceder ni avanzar sin agua. Continuó su marcha. La ocarina y los ladridos del quiltro se mezclaron para acompañar los balidos de los animales. En menos de una hora llegarían al lecho del río.
Ya eran las tres de la tarde y sus tripas gritan de hambre, le da una mordida al charqui que guarda en el cinto y con un chiflido ordena a su perro que lo acompañe hasta la cerca. Un letrero blanco con letras rojas sobresale del muro. El alambre de púa puesto en espiral corona las panderetas. El portón de fierro, está amarrado con gruesas cadenas. La tierra tenía marcadas las huellas de los neumáticos de la camioneta que los había adelantado. Al mover las cadenas, las puertas se entreabren dejando el espacio suficiente como para que pase una cabra. Juan introduce uno a uno los animales hasta que él mismo pasa por la abertura, agachándose lo suficiente como para dejar las cadenas sobre su cabeza. En menos de media hora su ganado y él habían traspasado la barrera y se dirigían al río, como lo había hecho por años.
Las cabras beben hasta hartarse y Juan se zambulle en la orilla. El río está torrentoso y frío como siempre, excepto por el color café del agua, nada ha cambiado. Tal vez lleva barro. Al erguirse desnudo, siente el sol quemando su espalda y escucha un estallido, segundos después, un chapoteo. Al darse vuelta ve a Negro retorciéndose de dolor en el agua. Se da vuelta hacia la cerca. Un hombre corre hacia él. Lleva uniforme azul y su carabina refleja el sol en sus manos. Juan se agacha a sacar algo de su alforja.
—¡El río no les pertenece, Mierda! —grita— y aprieta fuerte su puñal.