RATING

Después de mi fallido intento de suicidio, ayer decidí aceptar la invitación de un canal de T.V. Tres millones, imposibles de resistir, para contar mi historia. Salí, después de una semana sin ver el sol de octubre, algo rojizo por el humo de la revuelta en la ciudad. Me fui a pie, la pieza que había arrendado en Bellavista no quedaba tan lejos.

En la puerta del canal me detuvieron, nadie creía que era yo. Por unos minutos, me sometí a la aguda mirada del guardia y al escáner minucioso de mi carnet. Al fin, el gesto desconfiado dio paso a una sumisa mueca y palabras de disculpas, mientras el torniquete rodaba para abrir paso a este otro mundo.

Cambio de ropa y a la sala de maquillaje. Allí me enfrenté a los enormes espejos con luces que iluminaban sin piedad mi decadencia ojerosa y pálida, como si el calor de la vida estuviese dedicado a un trabajo más productivo, liberar de alcohol algunos órganos vitales, por ejemplo. Era una verdadera profecía de mi cadáver. Así me veré en el ataúd, pensé. Mi calva, todavía cubierta por algunas pelusas fue frenéticamente empolvada.

No debe brillar nada, sólo usted, me dijo la maquilladora

¿Podrían poner un poco de color en las mejillas?

Ay, si usted está regio. Ya quisiera llegar a su edad así. ¿Se ha hecho algo?

Nada. ¿Qué edad cree que tengo?

No sé… ¿setenta?  Lo dejé pasar, explicar que tenía cincuenta y ocho, para qué.

Con esa pinta, quién se va a fijar en una arruguita más o menos. De todas maneras, lo  voy a dejar de quince.

Eh, gracias…

 

Entré al estudio y fui conectado a algunos cables por un par de jóvenes, mientras  el periodista “animador” me presentaba:

-Hoy tenemos un invitado especial, el famoso doctor Yuri Cárdenas. En esta oportunidad viene a contarnos  acerca del complejo momento que está viviendo.

 

Había estado en este programa varias veces, como el doc de moda, para dar consejos sobre narices, pechugas y párpados.

Aplausos, decía un cartel detrás de la cámara.

Por fin, ya sentado en la  mesa colmada de  pasteles, sándwiches e invitados, saludé al Dr. Méndez, experto psiquiatra, con el que había compartido un par de veces, él retuvo mi mano entre las suyas, tratando de discernir en qué  fase suicida  me podía ubicar, eso supuse.

En la pantalla enorme, dividida, de un lado vi la salvaje imagen en HD de mis arrugas rellenas de maquillaje; del otro lado, el video de las cámaras del metro, cuando el tren, en medio de espeluznantes chirridos, se detenía justo antes de aplastarme. Por supuesto, repetían y repetían, hasta el asco, el momento preciso en el que un guardia me agarraba de la correa del pantalón, para hacerme aterrizar en la plataforma como un monigote. Debajo de las imágenes una cinta con el titular: Doctor Yuri Cárdenas, famoso cirujano plástico, nos cuenta su historia de carencia y abandono.

Entonces, ya demasiado tarde, la dignidad me hizo una señal de adiós y las emociones, humilladas y en patota, me guiaron hacia el sabio espacio del mutismo. Ni el exagerado cariño, ni las muestras de comprensión de los animadores lograban sacarme palabra alguna, excepto sí o no. Incluso, uno de ellos me enfrentó, al borde de la furia para soltar mi lengua.

-¿Por qué, siendo usted una figura pública, se niega a contar  los motivos que tuvo, para tomar la decisión de acabar con su vida? Hoy, que los valores están en juego, es importante su historia para que otros no la repitan.

De un viaje pasé de ser el huevón exitoso, la envidia de mi generación, al ejemplo de lo contrario. Se me ocurrió un largo discurso sobre roles, estructuras y superación, que ya no tenían sentido.

Vi caras preocupadas, seguramente por la muela la presión era intensa: debían sacarme la “cuña” prometida y remontar el rating de otro canal, que transmitía en vivo y en directo la batalla en las calles. De hecho, algunas toses daban cuenta de un sutil olor a bomba lacrimógena en el estudio.

 

Me había transformado en un  hueso duro de roer, pero el plan B, para ablandarme, inició su marcha y anunciaron el saludo de “alguien muy importante en su vida”. Sonó música de violines y en la pantalla gigante apareció Joyce, mi mujer, desde Miami. Como supuse, no se dieron el trabajo de investigar.

Yuri, supe  lo que intentaste hacer, stupid, so eres stupid…

Seguramente a Joyce le habían pedido una amorosa dedicatoria.

-Y ahora aprovecho hacer…

– ¿Hacer qué, Joyce? ¾ Preguntó la animadora.

– La demanda para el divorcio. ¡No me has contestado!

¿Quién estaría viendo esto? Asumía que nadie podía estar interesado, pero una leve alza en el monitor del rating era celebrada con una desmedida euforia, que se colaba por los audífonos. Con más razón, las voces de mando exigían al animador continuar con Joyce.

– ¡Dale con Joyce, hueón! –

Joyce, ahora sin audio y con la cámara pegada a su boca, mostraba sus enormes dientes y labios hinchados de bótox modulando varios “fucking” seguidos.

– Joyce ¿nos escucha? ¡Al parecer tenemos problemas con la señal!

 Estaba a punto de huir cuando sacaron otra cartita bajo la manga, una especie de señor Corales y su parafernalia distractora, para cuando el león se come al domador o se cae el trapecista. Entonces, escuché una fanfarria que anunciaba:

– ¡Y aquí con nosotros, el auténtico héroe! ¡Isaac Contreras! ¡El conductor del metro que frenó a tiempo para salvar la  vida de nuestro invitado!  Isaac, haciendo un enorme esfuerzo, accedió a salir de la clínica de reposo donde hoy se encuentra.

 Isaac entró al estudio custodiado por un enfermero. Me emocioné e imaginé el  fraternal abrazo entre héroe y víctima, junto a la orden del director: Violines al máximo.

Isaac se acercó y  con extraña dulzura, me dijo:

– Desde ese día… cuando apareciste delante de mi máquina, he tenido pesadillas terribles. Tengo depresión severa, síndrome post traumático y no sé si saldré alguna vez.

Nunca había visto llorar así. Traté de abrazarlo.

– Agua, por favor, – pidió la emocionada animadora.

Cuando volvió algo de calma, Isaac  me dijo:

¡Usted cambió todo…!

Y en ese momento, con agilidad feroz, se lanzó a mi cuello para estrujarlo entre sus manos.

-¿No te queriai morir, hueón? –Decía entre dientes, acercándome sus ojos al borde de las órbitas, convertido en una especie de imbatible cyborg de manos metálicas, que exprimía mi faringe elevándome del suelo.

-¡Nunca más vai a dormir tranquilo! ¡Seré tu pesadilla!

Nadie, sólo yo podía defenderme de la ira de Isaac. Mordí su oreja, escupí el pedazo y nos trenzamos en una lucha primitiva y sanguinolenta, de patadas, gritos y empujones. Ante la intervención del enfermero y varios guardias todo se calmó y mi garganta sintió de nuevo el dulce cauce de la baba.

 

Por segunda vez me veía enfrentado a la muerte y en una especie de paradoja: el que me había salvado, ahora quería matarme y yo, que quería morir, peleaba por mi vida ¿señal de algo?

Volví a aspirar con deleite el codiciado aire, cuando el doctor Méndez se acercó para ofrecerme un buen y costoso tratamiento. Él, personalmente, se haría cargo con una condición: que el programa grabara todas las etapas. Una especie de reality siquiátrico que prometía infiltrar una cámara en las más lejanas constelaciones de mi existencia.

El periodista dijo lo que se sabía de memoria:

-La violencia a nada conduce. Agredirnos entre nosotros, sólo nos lleva al caos, y eso es lo que no queremos para nuestro país. Y se quedó mirando a la cámara como “la oveja más aplicada del rebaño”.

-¡Desgraciado, sé dónde vives y te voy a hacer mierda! –Volvió a gritarme Isaac, que salía envuelto en una camisa de fuerza guiado por su enfermero.

Alguien dijo:

-¡Nos vamos a comerciales! y me dejaron solo, mientras retocaban el maquillaje de los conductores. Pensé en los vaivenes de la vida, una especie de columpio sobre el abismo. ¿Destino? ¿Qué me esperaba? Me vi rodeado de pantallas futuristas, donde el ritmo acelerado exigía actuar ante el chasquido de los dedos.

Los animadores, retocados y sonrientes, aparecieron al lado de un blanqueador con características mágicas y, con la misma convicción del último discurso sobre el caos, ahora prometían la felicidad sin manchas.

Antes de irme, tomé el único pastel que extrañamente se había salvado. Cuando lo mordí me di cuenta: era de plástico.