A Syd Barrett, un año antes de su muerte.

Puedo verlos claramente cada noche. Vigilan mi casa apostados en cada esquina con sus esqueletos de vidrio y hielo. Uno verde, otro azul. Están ahí desde mi antiguo sacrificio, velando para evitar mi huída, una posible fuga adonde no pudieran hallarme jamás. Pues debido a las cosas que conozco puedo dirigirme hacia un sitio en que estaría a salvo de cualquier intrusión. Pero no. No deseo huir. Así fue el veredicto del poder cósmico y desde el comienzo decidí acatarlo como una demostración de mi verdadero carácter y templanza. Por eso estoy aquí, en el cuadrante terrenal de mi casa y aquí me quedaré por siempre.

Los vigilantes otean mi casa, aguardan, se celan, esperan que yo me delate, pero es inútil. Jamás huiré. Aunque ellos esperen por los siglos de los siglos, invisibles como son para la mirada del resto de los humanos. Desearían ingresar al perímetro de mi mente para acechar mi rebelión, y no saben que mi voluntad está sentenciada desde el día mismo del veredicto. La gente pasa y visita mi casa sin verlos porque ellos son del inframundo, de la dimensión plasma de la eternidad de donde dimana todo lo viviente. Y están ahí, con sus ojos de cristal enviados por los rectores para evitar mi huída y la ruptura del equilibrio cósmico. Y ahí se quedarán hasta mi muerte. Inmóviles, pestañeando cielos de alerta y de miedo para que la furia de los poderes celestiales no se desencadene. Mientras yo esté aquí. Mientras yo viva.

Ustedes preguntarán quién soy yo para hablar así. Pues bien, lo diré. Me han llamado delirante visionario, flautista en los comienzos de la alborada y diamante loco. Hace muchos años fui músico y fue tocando la guitarra como descubrí los secretos del inframundo, y del orden que no se puede quebrantar bajo amenaza de un cataclismo total. Solía tomar sustancias por aquella época. Y fueron esos líquidos, aquellas sustancias las que me llevaron al lugar donde estoy ahora. Todo lo que hice fue tocar en mi guitarra junto a mis amigos de la banda lo que yo veía en esas inmersiones sensitivas.

Así de a poco, acostumbré a sumergirme en los detalles de un mundo que me pareció cálido y misterioso. Después supe que esa materia era el inframundo. Nunca olvidaré las sensaciones de dicha inefable y de beatitud que experimenté en tantas noches de tibieza residencial.

Pero algo pasó, los demás no lo comprendieron así y me dejaron solo, flotando sobre eternos campos de frambuesas bajo soles tórridos en noches capilares de sonido y tronaduras. Asombramos al mundo con mis visiones sonoras que el grupo ejecutaba cada noche en medio de la algarabía desatada de mi generación. Nunca pude adivinar el enorme conflicto que se desataría sobre mí y frente al cual los demás chicos permanecerían ajenos sin imaginar siquiera la dimensión de mi tristeza.

Una noche recibí una señal. Primero como síntomas de electricidad sobre mi cuerpo y bajo mis hombros, luego como una tenue serie de murmullos de voces que pronto tornaron en voceríos, en palabras entrecruzadas, en torrentes de lava verbal. Ecos. Resonancias. La música de la banda era entonces aterradora e inclasificable. En un momento todo se despejó y entonces escuché la Voz.

Era un sonido de fuera de este lugar, de eso estoy seguro. Era un sonido arcano y a la vez ultramoderno, como del pasado de la tierra cámbrica o bien del glacial del futuro espacial. Y la Voz me habló durante uno de esos raros momentos de serenidad donde la conciencia acentúa su relieve de totalidad y de universo.

La Voz me ordenó cesar con la música de mis visiones. Era imperativo que la música concluyera su ciclo. Aturdido, no supe qué responder ante una demanda como ésa. La música era mi vida y mi destino más allá de mi tiempo y espacio. No podía renunciar a algo tan importante como si nada, por lo menos sin saber la causa de esa desgracia. La cercanía con la Voz y la luz de la cual provenía era tan cierta que nunca supe si mi persona se confrontaba con esa voz arquetípica o si todo era una dilatación de mi propia alma, expandida hacia los límites como el principio de la energía misma.

Has cometido un error, dijo la Voz. ¿Un error? ¿Cuál?. Quise inquirir, asustado por la luminosidad gélida y azul que tomaba el fenómeno en ese instante. Entonces se me reveló la crueldad de un hecho casual si es cierto que la casualidad puede existir.

Las visiones que has capturado con lo que haces no pertenecen al reino de la Tierra, dijo la Voz. Todo lo que has hecho con esos sonidos es abrir la compuerta del inframundo del eterno esencial. Y a los humanos les está prohibido acceder al conocimiento. La Voz no dejaba de poseer una elocuencia irresistible. Las sustancias te han abierto los umbrales de una dimensión que nadie puede trasponer porque sería una profanación. Si ese conocimiento se transmitiera a los hombres, ellos serían como dioses.

Y el mal se abatiría sobre las cosas y la creación. Entonces se desataría un cataclismo cósmico que marcaría el fin de este ciclo astral y por lo tanto la reabsorción del Universo sería total.  La Voz era demasiado real para cuestionar lo que sucedía. Miré dentro de mí mismo y vi con claridad que me encontraba ante algo que toda mi vida había buscado. Abrumado por la revelación, me comprimí como un organismo a punto de estallar.

Escucha, tú ya has entrado a ese reino y no puedes volver a tu anterior condición. Por lo tanto, debes someterte a nuestro juicio, de lo contrario el daño y el odio volverán sobre la especie humana y con ella caerán las galaxias, la Vía Láctea y todo el esplendor de los planetas. La Voz ahora poseía un tono de letanía, casi filosofal. Pero nada se puede hacer si no aceptas voluntariamente someterte al juicio. De lo contrario toda luz cesará.

Quebrado por el dolor, pero maravillado por la sensación indescriptible de estar donde no otra persona humana hubiese llegado, hubiera querido disponer de tiempo para saber exactamente qué era lo que sucedía en ese instante. Pero no. La noche era día y el día, noche. La situación era precisamente estar parado en una dimensión superior que exigía una respuesta sabia, aunque el miedo no dejaba de provocarme punciones de angustia, ante todo, ante mí mismo y ante lo desconocido. Entonces, respiré hondo para tomar impulso y acepté ofrendar toda mi posibilidad como ser humano. En un parpadeo sentí torrentes de hidrógeno dentro de mi cuerpo. Supe que encaraba una definición infinitesimal en un océano de posibilidades.

 

¿Qué debo hacer?, pregunté.

Inmolarte, dijo la Voz.

 

¿Debo…morir?, inquirí, asustado ante la vislumbre de la crueldad. No necesariamente, dijo la Voz. Tus visiones han quedado grabadas como hechos sonoros y tenemos el poder de que así permanezcan y que la gente las aprecie como tales sin sospechar jamás el secreto que ellas encierran. Para los humanos estos secretos serán solamente música y así quedarán. Entonces se habrá vuelto a cerrar el campo de fuerza y la inviolabilidad del poder cósmico estará asegurada.

¿Y qué pasará conmigo? ¿adónde iré? ¿qué sucederá si me niego?, pregunté. No puedes negarte. Eso significará el fin de la raza humana y de todo lo que de ella existe y existirá. Si acepto, ¿las cosas mejorarán para los hombres?, mi pregunta encerraba una ilusión de esperanza y memoria para mí. La raza humana seguirá siendo lo que es y ha sido, fue la respuesta. La Voz declaró el sello de mi suerte: tu sentencia será el silencio y que permanezcas voluntariamente dentro de ti sin volver a tus antiguos oficios y rituales. Para el mundo serás un enfermo, un adicto que se extravió en el polo de su mente irrecuperable, pero con tu silencio habrás asegurado el concurso de la vida y la supervivencia de la especie por otra generación. La Voz sonaba grave y solemne, hierofántica, como suenan los cantos de algunos discos de la banda. Pensé en mi madre y en su dulzura cada mañana en el desayuno. Pensé en las expresiones de felicidad de tantos chicos y chicas durante la euforia desatada en los conciertos de la nueva religión que ayudamos a fundar. Lloré para mis adentros. Traté de convencerme de mis buenas intenciones en espasmos de un dolor inenarrable, pero al fin recordé un momento de mi infancia, y una vislumbre en el rabillo de mi ojo. Esa emoción que sentí acerca de mí mismo alguna vez cuando niño se sobrepuso a todo lo demás. La Voz permaneció en silencio. Perfectamente el minuto de ese soplo de dios pudo durar millones de años.

 

Acepto, dije.

 

Todo lo que recuerdo es que juré vivir en mi cuerpo sin volver a transgredir los secretos del universo hasta el día de mi muerte. Caí en un profundo sueño durante cuya espiral me fueron notificadas las condiciones de mi encierro. No volvería a hablar nunca más. Para evitar todo desliz de mi probable debilidad tendría a dos vigilantes todo el tiempo frente a mi casa. Mi nombre sería celebrado y coreado por millones de personas en todo el mundo como un tributo a mi música y a la era en que surgimos como artistas, pero yo jamás podría disfrutar de todo aquello. El equilibrio del Universo dependía de mi integridad y de cuán real fuese mi renuncia. Y así fue como ha sido. Ante un hecho como el que les relato se disuelven las nociones de trascendencia y futilidad. En la vida del cosmos la larva de un gusano tiene el mismo valor que el estallido de las supernovas. Ni siquiera el espacio que mi nombre tendría en la memoria de los hombres importaría.

Me sumergí en mi cuerpo y pasaron los años. He quedado semicalvo y mudo, con una expresión de inocencia en los ojos. Roger y los muchachos siguieron juntos e hicieron un espléndido trabajo antes de separarse y alejarse unos de otros mientras yo observo todo con ojos de niño. Creen que estoy perdido en los bosques, pero por las noches lloro y río de saber que la gente vive y que todavía puede dormir tranquila.

 

A veces recibo la visita de jóvenes, turistas, músicos y curiosos que vienen a asegurarse si todavía vivo y de paso llevarse algún recuerdo.  Los vigilantes permanecen afuera inmutables, pero yo, el diamante loco de mi adolescencia y el misterio asociado a mi nombre, podemos asegurar que todo seguirá igual hasta mi muerte y con ello, el derecho a nacer con que cada ser viviente amanece en esta tierra. Aunque haya tenido que pagar con el silencio, aunque toda mi historia permanezca bajo el velo de la mentira y la mitología, aunque nadie sepa ni sabrá jamás qué es lo que vive detrás de cada nota de lo que ahora llaman música…

 

De “El Sueño de Pitágoras”, autoedición,

Santiago, 2021