Anoche vi “Scarlet Street” (traducida al español como “Perversidad”), película dirigida por Fritz Lang, y estrenada en 1945. Está protagonizada por el maravilloso Edward G. Robinson, quien interpreta a Christopher Cross, un cajero respetado y muy querido en el banco en que trabaja, pintor aficionado de fin de semana, y que lleva un matrimonio más infeliz que la cresta con una vieja sumamente odiosa y desagradable. Christopher Cross una noche, después de una cena de su empresa, por causalidad se encuentra en la calle con una mujer bastante menor que él, de la que se enamora profundamente. Esta muchacha está a su vez enganchada con un patán sinvergüenza y golpeador, y ambos encuentran la ocasión para aprovecharse del pobre cajero apasionado. Ella le oculta a Cross su romance con el lastre, le hace creer que está interesada por él y constantemente le pide sumas de dinero, con las más diversas excusas. Éste, después de haber sido un subalterno ejemplar, roba plata desde la caja del banco para entregársela a su maligna adorada. No conforme con eso, alentada por su novio, la muchacha se hace pasar como la autora de los cuadros de Cross ante un inesperado reconocimiento de la calidad de sus pinturas. Ambos, la doncella y su golfo, ganan mucho dinero a costa del timado empleado. El caso es que Cross logra separarse de su bruja y va feliz a contarle la buena nueva a su enamorada, pero al llegar inesperadamente a la casa de ésta descubre el engaño. Ella, lejos de disculparse por haber sacado provecho de su inocente amor, se ríe y le enrostra  que es un idiota, y que cómo imaginó que una mujer como ella se iba a fijar en un weón tan re-feo como él. Cross, fuera de sí, le asesta varias punzadas con un picahielos, provocándole la muerte. Sin embargo, todas las pruebas inculpan al granuja, que es detenido y -debido a su abundante prontuario- condenado a muerte por un implacable juez. Lo ejecutan en la silla eléctrica. Cross es descubierto de los robos en su pega y le dan la mansa ni que PLR. Ya sin hogar, sin amada, sin dinero y sin laburo, se transforma en un vagabundo con problemas mentales. Escucha la voz de su enamorada y de su amante hablándole desde el más allá, burlándose de él y gozando de estar juntos en el país de los difuntos. Se intenta ahorcar y no lo logra; se quiere entregar a la policía, pero no lo pescan; finalmente se dedica a errar sin sentido ni propósito por las calles de Nueva York. La escena final es notable: camina por una arteria gringa con su bolsito de mendigo, su ropa andrajosa, su mirada perdida, cuando ve salir desde una pinacoteca a una elegante señora con un cuadro pintado por él, por el que dice haber pagado diez mil dólares, y cuya falsa autoría se le atribuye a la muchacha que él asesinó con el picahielos. Close up al rostro compungido de Cross y fin de la película.

Sin duda, la trama de esta cinta quedó adherida a los pliegues de mi memoria más cercana y -por esas oníricas avenidas que entrelazan todo de una forma aparentemente absurda, pero quizá de una coherencia tan honda que nuestro diminuto cerebrito no es capi de comprender- hace una curiosa re-aparición en el rodaje que comenzaré al cerrar los ojos, y que paso a relatar. En el sueño estoy en una especie de lugar abandonado (un colegio, un sector de viviendas, una fábrica), a un costado de alguna playa. El lugar tiene solo paredes sin pintar, la mayoría rotas, sin piso, sin muebles, sin nada. Es un lugar feo. La escena ocurre en un día nublado, en esa hora imprecisa que separa la noche del amanecer. Somos tres, en total: yo y dos amigos músicos del pasado, a los que hace años no veo. Todo indica que hemos bebido a lo menos toda la noche. Apenas hablamos. El caso es que uno de los trasnochadores avisa que irá al baño a orinar. El otro bebedor y yo nos cagamos de la risa. Yo le digo que pa’ qué va a ir a mear tan lejos si puede hacerlo en cualquier parte. -No, voy allá no más, dice porfiando, bebido. Se va. Los dos que quedamos seguimos chupando sin entusiasmo. Yo lo único que quiero es acostarme. Tengo frío  y sueño. No quiero estar allí. Llega el que fue a evacuar, y de la nada  me insulta y amenaza con golpearme. Me pregunto qué chucha le pasa. Lo invito a calmarse. Pero él no se detiene, sino que todo lo contrario. Entonces le contesto algo así como: -Mira conchetumare, a mí no me webis, y hago el gesto de extraer un arma. Pero el borrachín no se amilana. Sin duda va a lanzarse sobre mí. Desenfundo una pistola y sin esperar más, le disparo. Cae fulminado con mi descarga. El sonido de la detonación se amplifica en ese lugar de mierda en el que estamos hundidos. Nos deshacemos del cuerpo de una manera que la delirante película no explica. El caso es que nos vamos de allí haciendo un pacto de silencio. El discurso será el siguiente: Este weón, de puro curao porfiado se quiso ir a buscar un baño en donde orinar y después no volvió. Nosotros supusimos que se había ido pa’ la casa. No sabemos más. Punto.

Pero en otro lugar gris, algo parecido a un terminal de pueblo chico, somos abordados por una familia que de mala manera nos empieza a interpelar por el desaparecido. Lo curioso es que este grupo, en el mundo culiao óntico es la familia de otro amigo músico, y no la del wea que me piteé. Le contamos el cuento, pero no nos creen ni chucha. Nos amenazan con sacarnos la conchesumare. Nos hacemos los de las chacras y les pedimos que calmen las pasiones. Pero es aquí en donde viene lo más curioso: muy serio nos pide hablar en privado ¡el propio muerto!, para preguntarnos  qué es lo que realmente pasó con él. Nosotros, sin mostrar sorpresa porque estas cosas pasan en los sueños, seguimos manteniendo el embuste. Pero el difunto es convincente: apela a los años de amistad, a la importancia de la honestidad. De reojo miro a mi compinche y éste primero agacha la cabeza y luego una lágrima tenue cae desde su ojo izquierdo. “Este maricón se va a quebrar y me va a delatar -pienso con terror. Total, él no se va a ir en cana por homicidio”. Y esta reflexión me hace caer todo el peso de lo que se viene y de lo que perderé: vivir en una cárcel durante un montón de años, hacinado con criminales realmente malos y no con tontorrones que por una pendejada alimentada por el alcohol le metieron un tiro a otro, como era mi caso.  ¿Y qué será de mis hijos conmigo encerrado? ¿De qué vivirán? Entre la pena del delito y las atenuantes (calculé como el leguleyo que soy) mi condena serán siete años. Es decir, una eternidad. Y después que salga, ¿a qué cresta podré dedicarme con toda mi dignidad desintegrada y mi mote de fratricida en la frente? No, yo no puedo confesar esta fechoría. Yo no iré a la cárcel. Y antes que mi socio me traicionara, le dije al muertito: -Mira, tienes razón. Hay algo que no hemos contado de lo que te pasó. Cuando fuiste a mear, pese a nuestra insistencia de que no fueras, a lo lejos sonó un disparo como si se tratara de una detonación. Esperamos un rato a que volvieras, pero no regresaste. Después salimos a buscarte y no te encontramos. No quisimos decirle esto a tu familia para no asustarla hasta saber qué es lo que realmente te pasó.

Hasta ahí llegó el sueño, pues me despertó el sonido de un bocinazo venido desde la calle, emitido con energía por un conductor saco de cachas que no sabe o que no le importa la mansa cagaíta que hay con el coronavirus. Me quedé un rato más sobre la cama rascándome y meditando en cómo pude llegar a dispararle a un amigo, aunque fuera en un sueño. Sin duda, todo acicateado por las innumerables piscolas que nos echamos al gaznate. La culpa, al igual que Christopher Cross, me siguió hasta el almuerzo y juro que hasta en un momento pude escuchar la voz de mi víctima hablándome desde el más allá, aunque después caché que era el vecino solterón el que le hablaba a su perro, aunque el quiltro no lo pesca ya que está más preocupado de espiar desde el balcón a las perritas que se trasladan por Huérfanos Street, meneando tentadoramente sus colitas.