Todos debiéramos tener

un árbol tutelar

un lugar donde volver.

Un espacio por pequeño que sea

por humilde que luzca.

Una celda monacal

de dos por tres, una mesa,

una cama, una silla,

como en la pintura de Van Gogh.

Un padre esperándonos

en una casa en el campo

lejos del ruido de la ciudad.

Para sentarnos a conversar

en las largas tardes de verano

mientras escanciamos

el vino fraternal de los que

nada tenemos que perder.

Porque al final

vamos viajando hacia atrás.

Afloramos para desaparecer

como semillas.

Es nuestro destino.

Aunque los golpes

hayan sido duros.

Pero uno sueña,

uno siempre quiere regresar

a ese lugar

donde mi padre

espera.