WAMPO
Hace años atrás, en una misma semana dos amigos míos que no se conocen entre sí me contaron la misma historia, dos situaciones idénticas pero que ocurrieron en tiempos y lugares diferentes. Una pasó en el litoral central; la otra, en caleta San Pedro, en las costas de Purranque. En ambas ellos eran niños entrando a la adolescencia y el escenario fue mar adentro, en un wampo, una canoa, en compañía de un abuelo y un tío respectivo. Ninguno de mis dos amigos en ese entonces sabía nadar. Si aceptaron adentrarse fue por la promesa de una aventura y el primer sueldo. Para los dos hubo una orden adulta, “un siéntate aquí en el borde y espera”. Ellos obedecieron y, entonces, vino el empujón que no vieron venir, el agua salada en sus narices y los manotazos de ahogado mientras el abuelo y el tío remaban para alejarse un par de metros, distancia que les pareció infinita en ese trance de sobrevivir como sea y hacerse hombres.
Yo aprendí a nadar por esa misma época no en el mar, sino en los pozones mansos del río Ngürümo. Mi aprendizaje fue lento y ordenado. Primero nadé de espalda para lograr el flote; después, a lo perrito y, finalmente, a lo tarzán. No hubo iniciación alguna. Ningún adulto me forzó a aprender mirando los ojos de la muerte. Eso hasta el 3 de noviembre del 2006. Ese día comprendí que el rito solo se había postergado veinte años y que el plazo se había cumplido.
—Cómprate una nuez moscada y te la pones al cuello—, le dijo un profesor a la Carolyn en el pasillo de la facultad. —Ya verás, funciona. La venden en las homeopáticas.
Carolyn andaba con un alergia feroz, había probado todo tipo de remedios, sin resultados. Con la nuez moscada no tenía nada que perder. En ese tiempo vivíamos en Maipú. Íbamos de regreso en la 337 y nos bajamos frente a la USACH para ampliar un libro a doble carta. Estábamos ahí cuando la Carolyn se acordó.
—Hay una homeopática en el Portal Edwards. ¿Y si aprovechamos de comprar la nuez moscada?
Caminamos desde Estación Central hasta Unión Latinoamericana. Al Portal llegamos a las seis de la tarde en punto, como si se tratara de una reunión importante. Cuando estábamos a pocos metros de la farmacia, se desató la balacera y quedamos en el epicentro. Es increíble cómo la mente trata de armar por su cuenta los puzles y baraja muchas hipótesis a la vez. Pero estando en el suelo a mí me faltaban piezas y no me podía responder la pregunta de por qué estaba pasando lo que estaba pasando. El balazo que me fracturó la tibia fue de los primeros. Me dejó dos años fuera de las canchas. Cuando me preguntan qué se siente recibir un balazo explico que el dolor es parecido a la picadura de una abeja, pero con un azote, como en una patada sin balón. Carolyn iba del brazo mío. Caímos juntos al piso, y fue mejor porque así los balazos pasaron libremente sobre nuestras cabezas. Con el tiempo supimos que se dispararon muchísimas balas entre los guardias de Brinks y los asaltantes, quienes andaban con armamento de guerra sacado, nunca se supo cómo, desde los arsenales de la Armada en Valpo. Fue un milagro que nadie muriera.
Ambos quedamos con estrés postraumático y un par de fobias. Meses más tarde, el psicólogo me aconsejó elaborar la experiencia y, para ello, escribir.
—Escribe todo lo que se te pase por la cabeza. Pero todo—, recalcó.
Yo ya había empezado, pero no tenía ganas de hablar de eso y me quedé callado . La cirugía para sacar las esquirlas atoradas en mi pierna se realizó en la Posta Central esa misma noche. Esa madrugada, estando en la sala de recuperación, vi morir a un anciano. Nuestras camas estaban contiguas, así que fui testigo de su final. Noté que agonizaba y llamé a una enfermera para que viniera a ayudarlo, pero cuando llegó, el anciano ya se había ido. Por mientras pusieron un biombo. No podía dormir sabiendo que a mi lado había un muerto. Horas después vino un paramédico. Empujó la camilla lentamente como si condujera un wampo, lo llevó hacia el otro lado de la sala hasta desaparecer tras el horizonte del pasillo iluminado por una débil luz de tubo fluorescente. Como pude, me acomodé en la camilla para empezar a escribir mi primer relato. Esa madrugada en la sala de recuperación de la Posta Central, mientras escribía, comprendí que una mano me había empujado al mar y que escribir una historia fue mi manera de mantenerme a flote. No había ningún wampo al cual aferrarse.