A la hora en que agoniza la tarde,
me confesaba a tumba abierta
con la bella barwoman cubana
del Bar Boadas de la Rambla de Barcelona,
porque pesadillas inexplicables
me atormentaban todo el tiempo.
Entonces, en ese momento,
dioses enojados discutieron con las nubes,
y el fantasma de Ernest Hemingway
se apareció en la niebla espesa,
sentándose junto a mí en la barra del bar.
Quería conversar con la camarera,
de ciertos detalles no resueltos
de su vida durante la guerra civil.
La entrenada barwoman nos escanció,
una y otra vez,
copas de mojito de ron cubano.
Ella era bella y cautivadora
sabia como Matusalén,
inmune a los piropos,
experta en el arte amatorio
hechicera cuando quería,
guardadora de secretos de los muertos.
Y comprendí por qué los dioses estaban enojados:
Hemingway quería recordar sus secretos,
aunque estuviera muerto.
El canto triste de los pájaros nos sorprendió,
conversando sin límites en la madrugada.
Yo dormitaba sobre la barra del bar,
fulminado en el azul profundo de sueños sin pesadillas,
y Ernest, contento y sin resaca,
había regresado al luminoso mundo de los muertos,
con una bella joven cubana tomada de las manos.
Había resuelto la trama de su próxima novela