Para Adriana, beguina del siglo XXI.
Antes de estar en relación con la escritora mexicana Adriana Alonso Sámano, conocí su visión “la Naturaleza existe en tanto que experiencia femenina”, recuperada por María-Milagros Rivera Garretas en un escrito precioso que se titula La naturaleza se reivindica sobrenatural. Me inspiró tanto que escribí, a mi vez, otro texto que titulé Bienvenido el final y bienvenido el comienzo[1]. Esto sucedió a principios del año pasado cuando la pandemia acechaba con toda la fuerza de la incertidumbre. Un tiempo más tarde tuve la fortuna de conocer a Adriana que, casualmente (no hay casualidad sin una necesidad que la impulse)[2], ya me conocía. Me ha hablado más de alguna vez sobre esta visión, la que a mí se me revela como un enigma clitórico.
Es un enigma que me resuena por verdadero, dándome placer y felicidad, porque esquiva las antinomias y dicotomías falaces del pensamiento del pensamiento, propias del racionalismo griego y europeo, y en parte es clitórico por esto, porque está antes, en el antes del antes; está en la experiencia unitaria sexuada en femenino que no divide cuerpo y palabra, carne y alma, por lo tanto, no separa naturaleza y cultura. Es nuestra diferencia sexual la que trae inscrita la capacidad de ser dos, más allá de que elijamos o no tener la vivencia de la maternidad. Es así como la madre da la vida y la da junto a la palabra en una unión indisoluble, desde la vida intrauterina. Sin embargo, todas somos madres, dice Bárbara Verzini en su maravilloso libro La madre en la mar. El enigma de Tiamat (2021), en el sentido, para mí, de que somos depositarias de la lengua materna. Llevamos, en las aguas de nuestro cuerpo, a las grandes Diosas Madres pre-patriarcales, sin coito, cuyas figuras alegorizan flora, fauna y monstruas clitóricas.
Esta visión de Adriana trae resonancias sobrenaturales. ¿Cuáles?, la de darle sentido al sentir de mis entrañas y, de esta manera, hablar y escribir en lengua materna, con autenticidad[3]. Mi sentir originario, concepto este de María Zambrano, está entretejido a la abertura al infinito y también a la apertura a la otra, al otro y a lo otro diferente de mí (Bárbara Verzini). Está entretejido, por tanto, a la experiencia de la empatía. La empatía, como señala María-Milagros Rivera Garretas, es condición de la corporeidad de las criaturas vivas y es un conocimiento que requiere presencia corporal con sus campos sensoriales. Para mí, se relaciona íntimamente con la idea de que “la Naturaleza existe en tanto que experiencia femenina”, porque la empatía comunica “la conciencia de lo oscuro, de las entrañas”, conciencia de la otra, el otro, lo otro y de mí misma, y la enseña la madre, junto a la lengua materna, en la mezcla armoniosa en el caos de dos cuerpos que entran en comunicación mediante los campos sensoriales del tacto, la mirada, los gestos, los ritmos, el movimiento, los olores, el amamantamiento, la voz, la risa, la entonación, el llanto. Y con mi lengua materna puedo hacer decible lo indecible, siendo mi cuerpo sexuado en femenino pasadizo entre la naturaleza y la cultura (Luisa Muraro), pasadizo que se recorre de un lado hacia el otro, que une y no separa, en un continuum.
La empatía me permite captar el sentir de toda criatura viviente y lograr una comunicación a la que también -pero no solo- le doy sentido con mi lengua materna. Yo lo experimento con mis perras y perros con quienes estoy en relación en mi diario vivir y a quienes les dedico gran parte de mis prácticas de cuidado y recreación de la vida, hace años. Sabemos de esta misma profunda conexión y comunicación de las mujeres con las plantas, los árboles, las hierbas, los hongos, las flores y los otros elementos de la Naturaleza: los vientos, la Mar, las estrellas, la tierra, la Sol, la Luna, las montañas. Las figuras de las grandes Diosas Madres sin coito tienen escamas, tentáculos, garras, alas, cabeza de loba, características felinas y llevan algas, ramas, raíces, hojas, lunas, piedras preciosas[4], mostrando claramente la alegoría de que “la Naturaleza existe en tanto que experiencia femenina”, pues, además de concebir sin coito, conciben sin falo[5], es decir, representan la abertura al infinito de la lengua materna, lo femenino libre, libre de las mentiras patriarcales, libre de aquella vieja retahíla que separaba naturaleza y cultura.
[1]Mi texto, además, hila un escrito muy político de Ana Mañeru Méndez que se titula Bienvenida la abolición.
[2]Esta idea la leí en el libro El trabajo de las palabras.
[3]El sentido profundo de la autenticidad lo desarrolla Carla Lonzi.
[4]Esto lo aprendí de Adriana gracias a su precioso trabajo sobre las grandes Diosas Madres, cuyos vestigios se han encontrado en el territorio que hoy llamamos México.
[5]Ver María-Milagros, Rivera Garretas, El placer femenino es clitórico, Madrid-Verona, Edición Independiente, 2020.