Tal vez, sea el ícono más importante del desarrollo en el país y al cual Chile le debe su posición de nación en vías de desarrollo; por todos los millones de toneladas de materias primas, que movilizara al Pacífico. Desde que partiera la primera locomotora vocinglera, abriendo los inhóspitos caminos del norte y sur de Chile, desde que el primer pitazo alertara, alegrando o espantando a las multitudes que lo escucharon o vieron un 25 de diciembre de 1851, en el primer tramo, de 81 kilómetros entre Caldera a Copiapó. Con ello, se sellaría un antes y un después, para el progreso de un país sumido en el atraso y la pobreza.
En este grito a la modernidad, está la señera visión del norteamericano Guillermo Wheelwright, hijo de padres ingleses puritanos, que, por inclemencias climáticas, naufragara frente a las costas del Mar del Plata. Después de permanecer dos años en Buenos Aires, decidió emigrar a Valparaíso, por entonces uno de los puertos más activos de sudamérica, en donde echa rienda suelta a su afán progresista, promoviendo la creación del primer cuerpo de bomberos del puerto; no conforme con ello, brota en él la gran idea de tender una línea férrea entre Santiago y Valparaíso; causando estupor y escepticismo, teniendo que lidiar con los conservadores intereses de la época, como los del marqués de Illapel José Miguel Irarrázaval, cuyo discurso hostil irrumpió en el hemiciclo del senado refiriéndose a la propuesta del americano en estos términos: “…Esto no me gusta y no debería tampoco ser del agrado de sus señorías; el ferrocarril significará un golpe de muerte a los birlochos, a las diligencias, a las carretas y a las tropas de mulas. Por eso, yo les exijo pies de plomo a sus señorías, antes de dar el irreflexivo paso que se les ha pedido…”.
Wheelwright, agobiado por el devaneo de la poca prospectiva de los congresistas chilenos, decide trasladarse a Copiapó, próspera zona de explotación minera, de preferencia plata y salitre, éste último conocido también como “oro blanco”; aprovechando su nueva residencia, demuestra con creces sus capacidades de un constructor de futuro, como se vio reflejado en la creación de la primera línea telegráfica del país, una planta de agua potable y una refinería de gas para el alumbrado público. Pero su sueño era ver una locomotora en movimiento que surcara el desierto más árido del mundo. Finalmente, en 1849 el tozudo Wheelwright es escuchado por el gobierno chileno representado por el presidente Manuel Bulnes, firmante del decreto que crea “La Compañía del Ferrocarril de Copiapó”. Dicha concesión montará una línea férrea entre Caldera y Copiapó, financiada por la dispuesta señora Candelaria Goyenechea, cuyas obras estuvieron a cargo de la “Compañía del Camino Ferro-Carril de Copiapó”. La mano de obra de 600 hombres elegidos por Wheelwright -los primeros carrilanos de Chile- conducirán en la adversidad del clima y la geografía a una de las proezas más titánicas de las cuales se tenga memoria. A modo de anécdota, Raúl Morales Álvarez cuenta en un artículo de la revista En Viaje: “…Wheelwright admiraba a sus trabajadores. Era tal la rapidez de sus brazos templados y curtidos por el sol, que un día les presentó un desafío…Niños -les dice- les pagaré 20 pesos si llegamos a Copiapó para la Pascua. De ésta, manera los “niños corajudos” aceptan el desafío, entrando a Copiapó para la Pascua.” Y casi alcanzándolos de atrás, la locomotora del irlandés John O’donovan, el primer maquinista que circundara el desierto chileno.
Luego de éste hito inaugural, florecieron decenas de sólidas huellas de acero en el Norte Grande, que sacaron el inagotable yacimiento salitrero, además, de oro, cobre y plata, en dirección a los puertos del Pacífico. Sólo en el año 1.900 se extrajeron un millón quinientas mil toneladas, es decir, el equivalente a 200 barcos veleros que atravesaron el Cabo de Hornos cargados de salitre, a diversas latitudes del mundo.
Pero la hegemonía de este gran negocio quedó bajo el control inglés de la Nitrate Railways Company, el ferrocarril más importante de la zona salitrera, con dos rutas primordiales: de Iquique al Norte, hasta el puerto de Pisagua y la del Sur, hasta Lagunas y Pintados, que operaría hasta los años 50 del siglo pasado.
Aunque a este país le fuera arrebatado el manejo de sus propias riquezas, de todos modos el tren imantó progreso: donde éste se detuviera a descargar o a dejar pasajeros, se formaba un pequeño caserío que terminaba en un pueblo o una gran ciudad, y en esta concordancia urbana aparece un valor tangible, de gran contenido en la memoria. Desde sólo a pocas décadas de la conformación de nuestra nación republicana, un tren que ha estado en el vibrato social y cultural, proporcionando a la vida aristas insospechadas. De hecho, el paso de un tren por una estación significaba un evento que no dejaba indiferente a hombres y mujeres que se paseaban con distintos intereses de un extremo a otro de la estación, haciendo creer la espera o el embarque de un próximo convoy; en algunos casos, las estratagemas disimulaban ansias de conquista o el encuentro de amantes furtivos en el arrebol del ocaso, en el bien predispuesto desvío a la hora de la misa. Cientos de artistas, fueron esperados por las multitudes histéricas en las estaciones del Norte al Sur de Chile. Este efecto de conectividad se vio reflejado también en regiones, cuando el trabajo escaseaba, los obreros se transportaban en tren para una búsqueda más expedita de las plazas laborales en provincias vecinas. En lo cultural, no podemos omitir el enorme acervo literario que el tren provocó en nuestros escritores: la musa de metal se ha paseado por miles de páginas escritas con su nombre; la nostálgica poemática de Teillier, el sueño de Neruda queriendo ser maquinista o el delirio de Pablo de Rokha y de tantos poetas, escritores y cronistas, que vieron pasar una locomotora con su penacho de humo escribiendo en el firmamento. En una entrevista con el poeta Gonzalo Rojas en el año 2005, me respondió la siguiente defensa del tren:
E.R.: Hace unos minutos usted me hablaba que su casa es longilínea como un tren, ¿Cómo recuerda el tren o cómo ha sido su relación con esa ballena de metal?
(*) G R: Como el país es longilíneo, entendemos la urgencia vital, vibrante, sonora del tren, adorable criatura de fierro y de madera, antes de carbón, ojalá hubiera durado el carbón con él. El tren, el tren, es un tesoro, los grandes parajes, los grandes países del planeta, occidentales y orientales siguen con el tren. Chile se sustrajo al tren, nos podaron el tren. Yo vivía fuera del país, en el exilio, y no supe nunca por qué se había cerrado. El ejercicio vivo de la trenidad es un instrumento de la respiración de uno, yo nací respirando tren, viviendo tren. Desde que tenía cinco años, salí del paraje donde nací, con mi madre, porque yo se lo exigí a ella de puro llorón y lloré tanto que me llevó en un viaje a lo largo de Chile. En tren me fui con una mujer hermosa, que es la madre de mi hijo Tomás. Cuando era una chica de 18 años, me la robé y me fui con ella en tren, a las zonas altas de la cordillera, por allá, por Copiapó. Todo ha sido en tren, ahora último menos tren, qué pena, el tren va conmigo yo lo oigo pitar, suena el tren, hay un vocerío de tren en la sangre de uno, no soy ferroviarístico como el señor Neruda, soy minerístico, soy minero carbonífero, pero el carbón tenía que ver con el tren y el olfato era un prodigio en diálogo con el tren, porque te entraba todo el carbón por la nariz, por el tabique, uno se llenaba de un tren de humo.
Qué bonito todo el diálogo con el tren, quieren volver a los trenes en Chile. Sí, se han descarrilado últimamente, en los últimos años, pero el país también se había descarrilado de lo lindo, todo se había descarrilado…”
Tal como lo anticipara Gonzalo Rojas, el tren vapuleado por el monopolio de las ruedas y los cancerberos de los distintos gobiernos, no han dado pie atrás en desmantelarlo, en quemar y abandonar sus estaciones y ramales, convirtiéndolo en una ruina para ser vendida; de este pillaje, la otrora Concertación de Partidos Políticos, tendrá que asumir la responsabilidad de la pérdida de la friolera de millones de dólares en nombre de la recuperación y modernización del tren chileno. En una entrevista que me concediera el economista de transporte de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), Yan Thomson, en el año 2.000, deslizó la siguiente idea: “…El tren en Chile tendría que volver en unos 50 años más, por la consecuencia propia de la escasez del combustible en el mundo…”. Empalmado a ello, cuando el tren comenzó a peligrar a causa del acelerado incremento del transporte de camiones con sus costosos gastos operativos, sale en su defensa el ingeniero de ferrocarriles y escritor Antonio Montero, con una conferencia dictada en la Universidad de Concepción en 1964, donde señala enfáticamente que: “…El uso del camión nunca será más barato para el país que el tren, de hecho las naciones desarrolladas modernizan cada vez más sus rutas ferroviarias, lo que redunda en el incremento de sus economías para sus respectivos erarios…”. En este sentido, Chile tendrá que dar un paso obligado en la concordancia de una visión que resurja para esta nación, que aún es frágil económicamente. No nos podemos dar el lujo de prescindir del tren, y esperar décadas y décadas para mostrar la voluntad de su restablecimiento, como el derrotero a seguir; con más razón, si somos longitudinales con voluminosas perspectivas de desarrollo, que se verán vedadas por la presente crisis energética que golpea frecuentemente la estabilidad económica, redundando directamente en la población en lo que respecta al desmesurado costo de la vida que debemos afrontar.
El caballo de hierro, la ballena de metal, volverá a dar su zancada, su deslizamiento magistral del progreso. Bordeará cerros y montañas anotando un nuevo itinerario al futuro, calará el desierto nuevamente, volviendo a levantar pueblos que quedaron dormidos después de su partida.
A lo lejos, se escucha esa locomotora vocinglera, con los vítores, gritos y brazos desnudos de esos corajudos carrilanos, apareciendo por las ventanas; esos hombres que libraron la gran batalla de Chile, ante las adversas latitudes del territorio.
Desde lejos, se ven esos vagones escondidos citando los episodios de un pasado, como si al mirar a su interior éstos continuaran con su traqueteo infinito, pasando por las estaciones, sin saber que alguien los espera, para mañana.
(*) Respuesta inédita del poeta Gonzalo Rojas, de la entrevista de Eduardo Robledo en el año 2005.