Nací con los ojos abiertos y la conciencia perpleja por el crítico desenlace del parto, aún tenía un poco de sueño y escasos deseos de ser observado como una pieza de colección, casi nadie percibió mi presencia, con excepción de mi padre que emocionado por la proyección de su identidad, abrió una botella de coñac y se embriagó de sensaciones renovadas; después de todo, era un reconocimiento a su capacidad de reproducir la vida, a su condición de creador desde un espacio recóndito de la ciudad, demasiado distante de su lugar de origen.
Una variedad de lenguajes se cruzó ese domingo a mediodía en la maternidad de un sencillo hospital. Dos sujetos intercambiando sentimientos en griego, su lengua nativa, unos llantos de incertidumbre ante la mirada emocionada de mi madre, y unos bostezos de aburrimiento de una criatura pequeña que solo se regocijaba bebiendo del pecho materno, con un grado de entusiasmo comparable a los momentos en que comparto unas cervezas con el silencio propio de mi abandono.
Distante de la realidad fui creciendo entre una muchedumbre de infantes, alineados por una turbia lógica fundamentada en la disciplina y el rigor de las salas de clases en la década del sesenta. Mucho encierro y normas establecidas, una bandera flameando en el centro del patio, y nosotros con nuestras voces menudas entonando la canción nacional de memoria, sin comprender los fundamentos de un nacionalismo mecánico, instaurado para dotarnos de cierta mística y amor a un concepto que los profesores describían como la patria.
Por alguna razón que desconozco, viví mi niñez con una cierta dosis de inseguridad y miedos latentes, asumiendo la educación como un martirio y mi convivencia generacional como una obligación que me había impuesto la rutina. Los mejores instantes, plenos de regocijo, eran cuando regresaba a mi silencio en un departamento ubicado en la calle Tocornal. Mi única compañía era una radio a transistores y una hermosa empleada de tez blanca y facciones casi perfectas; tal vez ella fue mi primera aproximación a la belleza.
Solía jugar con unos soldaditos de plomo, no eran demasiados, pero yo los convertía en dos batallones de combate que se enfrentaban, sin comprender los objetivos que fundamentaban la idea de una guerra. Muchos años después pude darme cuenta de lo absurdo que significaban los militares apostados en la esquina de Arturo Prat con Diez de Julio disparándonos a un grupo de jóvenes que con consignas y algunas trincheras artesanales, apoyábamos al presidente Allende en las inmediaciones de la Iglesia Sacramentinos, parapetados para evitar que las balas sesgaran nuestras vidas.
Una tarde de juegos con la sola compañía de mis juguetes bélicos, sentí la ausencia de la hermosa muchacha que me cuidaba mientras mis padres salían a trabajar, entonces salí de mi habitación y empecé a recorrer el departamento, tenía doce años y mi curiosidad era la motivación de cada uno de mis movimientos, finalmente llegué hasta su dormitorio, me subí a una pequeña ventana que comunicaba hacia su baño, y asomándome con cautela por la altura, vivía en cuarto piso, la descubrí desnuda observándose en un espejo, mientras peinaba sus cabellos con sutileza para acentuar su sensualidad. Nunca supe si ella me había descubierto, asunto que carecía de importancia, pues mi revelación fueron sus pechos cándidos y sus pezones rosados, y sus nalgas redondas y pálidas como los de una monja de un convento. Fueron sólo segundos que se grabaron en mi inconsciente para no desaparecer jamás.
Pasaba largas horas del día y en particular los fines de semana leyendo historietas de algunos súper héroes como Súper Ratón, el Llanero Solitario y el legendario Superman, hasta que un buen día llegó a mis manos el cuento “el vaso de leche” del escritor Manuel Rojas, había pasado de la ficción a la realidad de una manera abrupta, desde ese instante fui comprendiendo las vicisitudes de la vida, el drama de la pobreza y el abandono, la importancia de ciertas necesidades básicas insatisfechas de un número significativo de seres humanos que no disponían de los espacios mínimos ni los recursos necesarios para vivir con dignidad.
Los domingos en la tarde programaba la radio para escuchar los partidos de fútbol y disfrutar con los relatos de Darío Verdugo en la radio chilena, me escondía debajo de la cama y soñaba con el Estadio Nacional repleto de público hinchando por la U, mientras el locutor describía el ambiente y se advertían los sonidos de la barra gritando ceacheí chi ele le chi chi chi le le le Universidad de Chile, y luego venían los goles y la emoción iba en aumento.
Cuando ingresé a la enseñanza media, mi padre que era aprehensivo y a veces demasiado protector, me fue a dejar al liceo donde cursaría primer año de humanidades, me dijo que lo hacía para que aprendiese el trayecto y la distancia entre la casa y el colegio, fue una caminata de quince minutos, yo sentía un leve malestar estomacal, una especie de síndrome nervioso ante lo nuevo y desconocido a la vez; grande fue nuestra sorpresa cuando llegamos al establecimiento, y vimos cómo los alumnos de cursos superiores se habían tomado el recinto durante la noche, y unos carteles de apoyo al magisterio anunciaban que los estudiantes en solidaridad con éstos se habían tomado las dependencias: la demanda era por mejores salarios y mejores condiciones sanitarias e infraestructura para mejorar la calidad de la educación.
En ese instante pensé lo importante que sería luchar por nuestros derechos y cómo yo podría convertirme en protagonista de acciones que se vincularán con esos procesos que me identificaban con entusiasmo y despertaban un compromiso antes desconocido para mí.
Segundos después de esa reflexión escuchamos la intervención de un dirigente estudiantil que explicaba los motivos del hecho, y nos instaba a compartir la propuesta sosteniendo el movimiento con ayuda de víveres no perecibles para mantener la toma e implementar una olla común.
Mi padre, un viejo griego sobreviviente de la primera guerra mundial, cruzó hasta un almacén cercano y compró porotos, azúcar, té y arroz, el dependiente nos hizo un paquete que recibí para entregárselo a uno de mis compañeros que se encontraban al interior del liceo.
Nos estrechamos la mano, nos dimos un abrazo, y con orgullo regresé a mi casa. Mientras caminaba sentía que una atmósfera de justicia me acompañaba por la calle, y una sorpresiva felicidad me anunciaba el inicio de una nueva etapa en la sociedad.
Ya en la década del setenta se anunciaban vientos de cambio, América Latina se rebelaba contra la dominación norteamericana y los esmirriados capitalismos nacionales, para ese entonces, y con un grado mayor de madurez y conocimientos, me había convertido en dirigente estudiantil, el mundo avanzaba hacia el socialismo, y como todo joven inquieto de mi generación decidí ingresar a la Juventud Socialista, ahí conocí a Carlos Lorca Tobar, médico, secretario general de la J.S.; hasta el día de hoy desaparecido por los operativos clandestinos de los organismos de seguridad de la dictadura de Pinochet.
Marché con entusiasmo por las calles, enarbolé banderas, participé entre las multitudes que avizoraban que otro mundo era posible, hasta que una mañana mientras dormía en mi casa sonó el timbre con insistencia, mis padres se encontraban trabajando, con un grado de flojera aún abrí la puerta y me encontré con un amigo y compañero que me venía a avisar sobre el alzamiento inconstitucional de los militares.
Me levanté con prontitud y encendí la radio para escuchar las noticias sobre los acontecimientos, por mera coincidencia, escuché la voz de Allende en Radio Magallanes, llamando a los trabajadores a no dejarse avasallar por los golpistas, luego salimos a la calle y fuimos recibidos por un intenso tiroteo de militares apostados en las proximidades, parecía una película, y así la percibimos, pues nos parapetamos sin temor en un muro para protegernos y luego avanzamos hacia el centro para ver si podíamos aportar en la defensa del gobierno popular, tres días después mi amigo fue asesinado en las dependencias del ministerio de Defensa, y yo escondido durante semanas en un departamento de la Villa Olímpica, paradójicamente cerca del Estadio Nacional que ya había sido habilitado como lugar de detención.
Lo que sigue es parte de los secretos que cada hombre lleva dentro y que a veces es preferible no develar, la clandestinidad fue muy dura, en el intertanto, la muerte se llevó a mi padre un par de días después que mi domicilio fue allanado por cinco sujetos armados que andaban tras mis pasos.
Estaba muy enfermo y ya no podíamos vernos con la frecuencia necesaria para ambos, y cultivar nuestro afecto que se había hecho muy intenso. Los años fueron pasando, diecisiete años de tristeza que recorrí encubierto, estudié Derecho en Pío Nono, Arte en las Encinas con Macul, escribí, publiqué algunos libros, me convertí en poeta, hice periodismo, tuve hijos, y continué mi compromiso por recuperar nuestra libertad.
Finalmente estudié periodismo, y así obtuve mi segundo título: La vocación consume mis horas, me acompaña el silencio y las voces misteriosas que conversan conmigo sobre la existencia.
Mi vida es pensar y escribir y continuar escribiendo hasta que mis facultades mentales y mi salud lo permitan, por eso enciendo un cigarro, recorro con la mirada el texto que he escrito, y aunque sé que solo se trata de un fragmento de mi vida, tengo la impresión de que por hoy es suficiente, aún me queda camino, y las motivaciones, intenciones, e ideas que sustentaron mis proyectos continúan activas para alcanzar los objetivos, tal vez en un segundo llegue el amor y deje entonces de articular mi vida con los fantasmas, tal vez nunca llegue, pero mi destino es la vida, siempre la vida, incluso más allá de la muerte, donde es posible que termine conversando con la eternidad.