Te sentaste frente al computador a observar con detención el pequeño icono, en la esquina superior izquierda de la pantalla: papelera de reciclaje.
¿Dónde se irá esa basura? Tal vez exista un enorme vertedero para los desechos mundiales convertidos en códigos, como los de Matrix: cero uno, cero uno, cero uno y todo, todo se vuelva cero uno. Fantástico, porque así los mails arrabaleros, estos mensajes calientes oliendo a sudor, se perderán en el universo y me dejarán en paz.
Tú con esa figura espléndida y una elegancia a toda prueba, ¡escribiendo correos calientes al junior de la oficina! Correos que jamás se borran del disco duro, Sara. La única forma de destruirlos es a martillazos, a patadas o lanzando el aparato por la ventana. Pero ni así puedes estar segura, porque cualquiera los puede recoger. Como tantas cosas, lo has olvidado.
Benito era tan distinto a Juan Pablo. Mi marido es perfecto, pulcro hasta para dormir. Sueña boca arriba, con las sábanas intachables y los brazos a los lados. A veces parece muerto. En las noches me levanto y lo muevo. Tan quieto. Lo quiero. Benito, en cambio, tenía el color de la tierra, manos toscas, amplias y una mirada metálica imposible de eludir. Ahora debo cerciorarme de que lo escrito desaparezca. Aunque el ruido de afuera me molesta.
La secretaria se sobresalta con tu voz.
—Marilú, que nadie me interrumpa. Solo si llama Juan Pablo o mis hijos…
No hay respuesta.
Las ventanas, cerrar las persianas, muy importante. A veces, desde los edificios algunos miran con anteojos o pequeños telescopios. Ahora sí puedo prender la luz y botar la carga.
Son correos intensos, como el color de la sangre o el vino en la copa sobre tu escritorio. Tomas el mouse con dificultad y haces doble click en el archivo “B”. Aparece password y escribes: B E N I T O. Al instante se expone ante ti un pedazo de identidad hundida. Hace un año te encontraste frente a la obsesión, así prefieres llamarlo. Ni siquiera con tus perpetuas terapias pudiste controlarla. Muchos hombres habían pasado, pero rápidamente lograbas borrarlos de la agenda. Hace unos meses, a tu psiquiatra se le ocurrió la tremenda vulgaridad, te dijo: “Simplemente estás enamorada”. ¡Palabra tan cursi! La habías evitado por años. Y ahora, después del doble click, se despliega ante ti la factura.
No sé cuántos son. ¡Tantos! ¿Cien? Querido, amado, amo de mi vida, señor de mis pensamientos… Patética.
Tapas tu cara y la manchas con sangre.
¿Recuerdas la mañana de ayer? Benito te dejó el café sobre el escritorio y le pasaste un mail. Él lo leyó con su voz profunda y lenta. Cuando terminó fue a cerrar la puerta y ordenó que te arrodillaras. Obedeciste sin voluntad. Después, al verlo salir satisfecho te miraste con horror.
Las letras se desdibujan detrás de una cortina húmeda que tratas de disipar con tu mano herida. Ahora, por fin, puedes botarlo todo. Tirar lo que queda de aquella presencia. Doble click y seleccionar. El puntero tembloroso se dirige a la papelera; se mueve lento soportando la carga de tu vida camino a la basura.
Ayer fuiste al supermercado, ante el asombro de la empleada. El único interés eran trapos para limpiar, pero aprovechaste de comprar yogur y cereal para los niños. Además, algunas botellas de vino para el bar.
Hoy lo invitaste a la bodega, como siempre. Lejos de todo, incluso de la imaginación.
En el suelo, sacó tu blusa y pegó sus labios a tus senos bebiendo en un beso profundo, con sus manos bajando en busca de la mórbida cobija. El instante de placer se lo robó el espanto y quedó sobre ti, con el cuchillo clavado en la espalda.
Cuando logré quitármelo de encima, miré su cuerpo en el suelo. Le incrusté el trapo en su boca mientras la muerte y la vida se lo disputaban. Mi pobre amor con sus ojos de imán saliendo de las órbitas. Lo empujé con mi pie y el cuchillo atravesó su cuerpo.
El silencio se hundió en el espejo oscuro de la sangre. Eso era todo, aquí terminaba el conjuro. Faltaban los correos y debías deshacerte de ellos. Sin apuro saliste del lugar hasta llegar a tu oficina. Las huellas de tus altísimos tacos mancharon la alfombra. Todo en silencio, solo el sonido del vino llenando el vacío de la copa. Te sentaste frente al computador…