Una de las veces que viajé al sur de Chile, para Fiestas Patrias, cuando estaba en el bus, el asistente comenzó a hacer el típico recorrido por todos los pasajeros, recopilando sus datos de contacto para tenerlos en caso de accidente.

 

A mi lado se había sentado una chica pelirroja, que muy atenta, leía un libro. Me llamó la atención que estuviera leyendo un libro, cuando todos se encontraban enclaustrados en sus redes sociales.

 

Cuando el asistente del bus llegó a la chica en cuestión, ella no entendía lo que le estaba diciendo. Con acento inglés, le decía «nou espanioul». A lo que yo me apresuré a captar la situación y preguntarle «do you speak english?». Ella contestó afirmativamente y entonces me dediqué a traducir el diálogo entre ella y el asistente. Y así entendí quizá la razón por la que no estaba encaramada a su celular: probablemente, en un país extranjero, no tenía conexión.

 

Cuando dicho diálogo hubo terminado, le busqué conversación en inglés.

 

Le pregunté su nombre y de dónde era. Se llamaba Lauren. Me dijo que de Inglaterra, de las afueras de Londres. De hecho, me dijo, todo aquel paisaje que veíamos se parecía mucho al lugar de donde ella venía.

 

Le pregunté qué hacía en Chile, me dijo que estaba tomándose un «año sabático» con una amiga, sentada más atrás. Yo asumí en seguida que la amiga debía ser la que sabía español, pero mis sospechas resultaron equivocadas. Ninguna de las dos manejaba el español, lo cual me sorprendió.

 

-¿Cómo se atreven a atravesar un país sin saber su idioma? – pregunté

-Simplemente lo hacemos – se rió

 

Lo cual me admiró, si bien, sumado a su «año sabático», y algunas otras cosas que me contó, fui haciéndome el perfil de dos jóvenes acomodadas que querían tirar una cana al aire. Estaban como de «safari» por Sudamérica. Seguramente pensaba «hablamos inglés, ¿qué más hace falta en el mundo?».

 

Hablamos un poco del libro que estaba leyendo, porque además yo estaba leyendo uno también. Siempre estoy leyendo algún libro. Pero no recuerdo que lo que hablamos de literatura fuera algo relevante realmente, ya que enseguida le pregunté por la realeza. «¿Qué onda la reina, los príncipes y todo eso?»

 

Hablamos entonces de la realeza, la cual ella admitió ya no tenía ningún poder «real», irónicamente, en el gobierno, sino más bien un poder simbólico basado en la tradición. Yo quería saber puntualmente, cuál era el sentir en un país donde todavía existía gente que alguna vez declaró tener derecho a gobernar porque Dios así lo quiso. Siempre me había dado mucha curiosidad. Y por fin tenía a una ciudadana inglesa delante de mí para preguntarle.

 

Todo esto derivó en las diferencias entre países y el «sentimiento de patriotismo». Ella me dijo que viajaba al sur porque le habían dicho que allí festejaban muy especialmente y con mayor intensidad el inminente Día de la Independencia de Chile, lo cual era cierto. Yo le conté que mi percepción, sin embargo, era que Chile, en general todo el país, exageraba mucho sus festejos.

 

Lo decía en comparación con mi país de origen, Uruguay, donde los festejos de la Declaratoria de la Independencia, comparados con los de Chile, eran muy escasos, casi nulos. El sueño de nuestro «prócer», no era la independencia, sino una autonomía federada, una unión entre varias provincias que en ese tiempo eran colonias, gobernadas por el Virreinato del Río de la Plata, dependiente de la Corona Española. Sueño que fracasó debido a traiciones e intereses políticos. Mi país es conocido en el mundo por abrazar una humilde austeridad. Y en ese contexto, somos más consecuentes al no mirar con mucha solemnidad una independencia que, en el mejor de los casos, fue más un acuerdo consensuado entre altos poderes, que una lucha aguerrida por una abstracta «libertad».

 

-Sin embargo, lo que sí tenemos, es la Noche de la Nostalgia. – recalqué con pompa.

-¿Qué es eso? – me preguntó extrañada.

-Mirá, los festejos chilenos muy frecuentemente me parecen más una excusa para hacer fiestas que una exaltación de la patria. Los uruguayos somos un poco más sinceros a ese respecto. Inventamos un día, el día anterior a la independencia, en el que la idea es hacer fiesta. Sin excusas, nada de patriotismo exacerbado ni moralina nacionalista. Si la idea es enfiestarse, ¡fiesta será!

 

Lauren abrió los ojos inmensos, acompañados de una sonrisa.

 

-También es cierto – continué – que ese es el día que en el año se vende más lencería sexy, más trabajan los moteles, más trabajan las discos, se vende más alcohol, y se registran más accidentes de tránsito causados por conductores ebrios…

 

Sus ojos, tras escuchar las últimas estadísticas, expresaban otro tipo de inmensidad, una más preocupante, y su sonrisa desapareció.

 

-Sí, a veces hay cosas más importantes de las que independizarse. Como por ejemplo, independizarse de la incapacidad de autocrítica, o de la incapacidad de mejorar. Nunca se debe llegar a la comodidad de creer que los logros de un país, especialmente si está rodeado de crisis e inestabilidades más allá de las fronteras, lo transforman en una especie de oasis en medio del caos. Eso sería como caer en la mediocridad. Siempre hay problemas que resolver.

 

Concluí pasándole el testigo a ella:

 

-En fin – dije -, como ves, el festejo de la independencia chilena y uruguaya son muy distintos. ¿Y ustedes? ¿Cómo festejan la independencia?

 

-No, nosotros no festejamos la independencia, porque nunca nos independizamos de nadie… – me miró con una británica impotencia explicativa.

-¡Cierto! – esta vez los ojos inmensos eran los míos.

-Cierto – recalcó sonriendo -, nunca nos independizamos.

 

Me dejó helado con esta respuesta. Sus palabras me quedaron haciendo eco por encima del siseo nocturno del motor del bus.

 

«Nunca nos independizamos».

 

Pero qué lástima que no se hayan independizado. Qué pena, porque uno siempre se puede independizar de algo.

 

De los padres, de los prejuicios, de los dogmas, de los errores del pasado, de la ansiedad del futuro, del conservadurismo paralizante, de los de arriba que nos oprimen, de los de abajo que nos anclan, de las derechas y las izquierdas que nos manipulan, de la envidia y la traición que nos contaminan, de los mandatos ajenos, de las polarizaciones nocivas, de los convencionalismos mediocres, de los largos etcéteras…

 

Si en Latinoamérica tenemos tantos conflictos y problemas, es que aprendimos que del conflicto nacen nuevas soluciones; y que la independencia, más que ser un logro, es una búsqueda constante.

 

CIBERCOJERA
(original)

Terco. Eso era lo que me decían. Porque no quería ir a que me vieran la pierna. Después de que me atropelló aquella patrulla de policía, quise salir corriendo y no pude. Caí al piso inmovilizado por los relámpagos de dolor. Yo no tenía nada. La patrulla me había golpeado la pierna, nada más. Me lastimé. ¿Y? Por eso era que me dolía. Como si nadie se hubiera pegado jamás el meñique con un mueble. Está bien, sí. Esto era distinto. Dolía un poco más. Y también era cierto que podría haberlos demandado, pero… ¿De qué servía? Yo, un tipo que prácticamente vivía en la calle. Tenía todas las de perder. ¿Para qué gastar el poco tiempo que me quedaba antes de morir del virus o de hambre?

Que me pasé hasta el día siguiente encerrado en ese calabozo y cuando salí, simplemente me vendé la pierna. Para que no me doliera tanto al caminar, nada más. Si me preguntan, irónicamente, hasta pasaba mejor en la celda que en la calle. En la celda, aunque el frío y la humedad me calaban los huesos, veía la lluvia por la ventana. Sin embargo, en la calle iba a tener que recontra mojarme, la puta que lo parió. En la celda no me dolía la pierna, ni que caminara tanto en ese metro cuadrado…

Casi que tuve suerte ese día. Porque en la pensión no pude pagar, no había podido juntar las unidades suficientes y la casera me echó hasta que las consiguiera. No iba a poder entrar. Si me demoraba demasiado, cambiaba la contraseña de la tarjeta de entrada, vendía mis cosas en la NeuroRed y ya no podría volver a entrar más. Claro que con mis cosas no iba a poder juntar ni la mitad de lo que le debía, pero algo es algo…

Me miré la pierna, y con todos los conocimientos médicos que había adquirido asistiendo a talleres literarios para coger con las profesoras, llegué a la conclusión de que no estaba fracturada. Ahora me tocaba pedir unidades en la calle si quería pagar el alquiler. El último magro pago que había recibido por la publicación de mi último relato en una revista electroporno, me lo había gastado en vino. Por eso no pude pagarle a mi casera.

En ese momento pensé que ver cómo mi botella de plástico, rescatada de un basural, se llenaba promisoriamente con el licor de los dioses del Olimpo, era mejor inversión que pagar el alquiler.

“De todos modos, la literatura no me alcanza ni me va a alcanzar nunca para pagar mi cuota vigente, mucho menos la vigente y la atrasada, así que mejor gastarlo en vino”. Eso había pensado en ese momento. Ahora, mientras pasaba la gente y veía mis harapos como quien ve a un leproso en vez de ayudarme con alguna unidad, me doy cuenta de que estaba equivocado. Siempre lo estoy. Pero nunca aprendo.

Pidiendo en la plaza me encontré con Kristen, que también estaba pidiendo.

Kristen decía que yo era rebelde. Pero yo creo que la rebelde era ella. La buscaba la policía y estaba en la ruina, como cojo en una carrera. Bueno, a decir verdad yo también. Ella no quería hacer lo mismo que el padre, que había caído presa de las deudas y había terminado arruinado. Así que, si endeudarse es algo así como arruinarse en diferido, ella se arruinó por adelantado, en vivo y en directo. Tal vez lo había hecho para no poder endeudarse como el padre. Ya ni tenía con qué endeudarse.

La miré y tomé nota de su cuerpo. Tenía el cuerpo delgado de las pendejas histéricas, esas que en los círculos sociales calientan a los tipos con plata, para que suelten el dulce y después se largan con el botín. Pero yo que la conocía, sabía que ella no era así. A ella le importaba todo tres carajos. En eso era como yo.

Además, su pinta no ayudaba a que la consideraran como una simple cazafortunas. Se notaba que se cortaba el pelo con una tijera escolar herrumbrada que había encontrado en el Basural Norte.

Por maquillaje tenía los moretones que le había dejado algún abusivo que había querido propasarse con ella. Muchas veces a esos hijos de puta los terminaba ahogando en el Río Ácido, que cruzaba la ciudad al sur.

Era una buena estrategia, ya que la acidez del agua en su cara se la desfiguraba, y así evitaba que los drones de reconocimiento facial identificaran el cadáver. Y por si acaso luego le metía también las manos en el agua ácida, para borrar las huellas digitales. Las de ella hacía tiempo que ya estaban borradas, desde que trabajó una temporada en aquél ciberburdel del este.

De ese mismo ciberburdel había “heredado” la ropa que vestía, mezclada con algunas prendas rescatadas del basural. En ese antro les borraban las huellas para que no rastrearan a las chicas los detectores biométricos, si las atrapaban cruzando la Frontera Oeste.

Podrían vincularlas al negocio y estarían perdidos. Igual lo desmantelaron al final. Esas cosas nunca duran, pero resurgen. Los negocios sucios y la mendicidad eran la única opción para muchos. Y ella, también como muchos, tenía problemas en los cuatro puntos cardinales.

No había refugio posible en el mundo para gente como nosotros. Quizá por eso ella sí pasaba todo el tiempo en la calle y, a diferencia mía, no quería entrar al coworking. Después de que los coworking empezaron a funcionar paralelamente como albergues transitorios para indigentes como consecuencia de las Protestas de las Inteligencias Artificiales, muchos de los de la zona empezamos a ir de vez en cuando. Pero eso a ella le parecía hipócrita de parte de los coworking. Ella prefería apedrearlos. Por respeto a mí, no apedreaba el de ese barrio, porque sabía que yo iba a ese. Pero como ella caminaba por toda la ciudad revolviendo los basurales para buscar cosas que usar, vender, intercambiar o reciclar, se encontraba con varios que apedreaba con rabia. Yo no la culpaba. Habíamos muchos que teníamos rabia.

Sólo que ella era la fiel imagen de la rabia. Estaba en contra de todo lo que fuera aceptado, de todo lo establecido. Anticapitalista, antisistema, anti consumo de carne, anti sexismo, anti veganismo, anti religión, anti todo lo que se te ocurra. Yo a veces bromeaba con ella diciéndole que cualquier cosa que uno le dijera, ella estaba en contra. Ella había nacido en contra de todo. Se pasaba puteando, insultando a todos y a todo. Varias veces discutimos, pero en el fondo nos amigábamos de vuelta, ya que sabíamos que la gente como nosotros tenía que permanecer unida.

Peleaba hasta con los objetos inanimados que no tenían capacidad ni voluntad de contestarle. Tenía esos lentes que están de moda ahora, para hacer esas videollamadas con realidad virtual o como se llame… y los puteaba a más no poder cuando no funcionaban, cuando se atascaban, cuando no tenían señal, cuando no tenían batería… en fin, siempre. Yo veía eso como una metáfora de cómo se relacionaba con los demás, o con la vida, no sé.

La llamaban y ella cortaba porque decía que le querían vender cosas. Esos dispositivos modernos de alta tecnología estaban plagados de publicidad, eso era cierto. Pero el mayor uso que le daba ella a los lentes era para drogarse. Le compraba a un hacker Código Fuente, esas secuencias lumínicas diseñadas para entrar directo a tu cerebro apenas las veías en un entorno estanco. Se ponía los lentes virtuales, abría la aplicación que reproducía las secuencias, miraba durante unos segundos y quedaba embobada.

Yo no la culpaba, porque habíamos muchos queriendo evadirnos de una realidad tan mierda como la que nos rodeaba. Pero cada vez que le advertía, terminábamos a los gritos porque ella me reprochaba mi supuesto “alcoholismo”, y yo le decía que no era lo mismo. Ahora que lo pienso, tal vez el alcohol sí tenga alguna relación…

Hubo una época en que, como todo el mundo, yo también tenía un par de esos lentes. Esa es la forma de comunicarse ahora. No había nadie que no tuviera un cachivache de esos. Pero hacía tiempo ya que me había deshecho de ellos. Me daban más dolores de cabeza que satisfacciones.

Entre las satisfacciones que tenía en la vida, además de encontrar algún resto en alguna caja de vino abandonada o alguna colilla de cigarro en el piso que pudiera terminar de fumar, era escribir. Más que nada por eso era que iba al coworking. Una ley internacional de no sé qué entidad, obligaba a esos establecimientos a recibir indigentes durante el día, al estilo de los antiguos albergues. Se tomó la decisión al ver que muchos de los que trabajaban allí, vivían de hecho en la calle, como resultado de la “flexibilización laboral” de empresas al estilo de UderTaxi y sus derivados, que ofrecía “trabajo” a través de aplicaciones de NeuroRed.

Ahí trabajaba en mi computadora escribiendo. También estaban allí Gregorio y Rodrigo, dos buenos amigos. Al primero lo conocí en una pensión. Al segundo en los buenos tiempos, cuando me ascendieron en aquella librería, que resultó ser una mina de explotación para literatos con sueños trasnochados como yo.

Me llevaba bien con ellos, aunque siempre me reprochaban que yo era el único que seguía usando una computadora para escribir, en lugar de los modernos redactores neurocuánticos a los que uno les dicta mentalmente. O al menos un par de lentes virtuales, había muchos que los usaban para escribir y autopublicar. Pero yo sigo usando mis dedos sobre el teclado físico de la vieja y querida computadora, aunque en ésta época ya sea una antigüedad.

Gregorio y Rodrigo tenían mejor posición que yo. Cuando se iban, tenían un lugar bueno adónde ir. Por momentos Rodrigo me insinuaba que podía ir a vivir con él y yo tenía ganas. Pero por orgullo e individualismo no accedía definitivamente a tener esa conversación.

Dos viejas que se hacían las aristócratas me robaron mi lugar en la cafetera. Una de ellas metió su dedo en mi jarra de calentar el agua y yo la insulté profusamente porque eso es tremendamente anti higiénico. Sobre todo porque me podía contagiar e iniciar un brote de virus. Por ese tipo de cosas es que el mundo se había ido al carajo. Ellas, y todos un poco también, me miraban como que yo de todos modos no estaba predicando con el ejemplo, ya que estaba todo mugriento. Creo que igual tenían razón.

Había un basural en el que yo buscaba comida a veces. Revolviendo encontré a unos niños que siempre veía también buscando comida. Me llamó la atención que estuvieran tan interesados en un rincón en particular. Sacaban y comían, y comían con ganas. Ahí debe haber mucha comida, pensé. Me acerqué, saqué unas cosas, bolsas y cajas, que estaban tapando el lugar del que sacaban comida y vi que era un cadáver. Le estaban sacando pedazos y se lo comían. Me dio tanto asco que salí corriendo.

De pronto ya no pude correr más porque mi pierna vendada me dolía. Me quité un poco la venda para echar una mirada. Las pequeñas heridas que me había vendado no lucían nada bien, y salían de ellas unos bichos raros, como unos gusanos. Parecía que se estuvieran comiendo mi pierna. Me daba la sensación general de que la pierna se me estaba pudriendo.

No sé si era por la falta de atención médica, por la contaminación, por las bio esporas del Ministerio de Salud, o porque me vendé la pierna con una tela que encontré en la calle tirada en el piso y la lavé con agua estancada, la cual podría tener larvas.

También podría ser simplemente por falta de aseo. No recordaba cuándo había sido la última vez que me había bañado. Yo quería huir del asco que me provocaba el cadáver y el canibalismo, y sin embargo yo mismo me estaba convirtiendo en cadáver. Un cadáver viviente. El asco me seguía. Adonde fuera, estaba ahí en mi pierna, extendiéndose.

Ya no podía caminar. La pierna me dolía demasiado. Caí en el piso al costado de una autopista. Finalmente me había llegado la hora. Moriría ahí mismo, y lo único que sentía era rabia. Una absoluta rabia contra todo y contra todos.

“La putísima madre”, insulté al aire putrefacto.

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No me hubiera imaginado que con toda esta mierda iba a vender tanto mi historia. Yo lo único que sé es que lo conté tal como lo viví. ¡Y estos idiotas de Fletflix hasta quieren hacer una serie basada en mi relato! ¡En serio! Y se va a transmitir por NeuroRed y todo!

No sabía que daría para tanto. Pero mientras esos influencers piensan en cómo exprimir mi obra, yo les defino los límites (porque yo coescribo los guiones, tampoco soy estúpido), y pienso en todo el vino que me puedo comprar con el dinero de los derechos.

Like a boss…

 

CARONTE VISITA LA TIERRA

 

Caronte es el barquero del inframundo, el encargado de guiar a los espíritus de los difuntos recientes de un lado a otro del Río Aqueronte, el río que separa el mundo de los vivos del mundo de los muertos. Pero esto sólo lo hará si el espíritu tiene una moneda para pagar el viaje. En tiempos de pandemia, Caronte visita la Tierra.

 

Caronte visita la Tierra

Con aire cegador

Camina por calles vacías

Sonriendo de satisfacción

 

Caronte visita la Tierra

Promoviendo la desunión

Separa manos y gentes

Encerrándonos en dolor

 

Caronte visita la Tierra

Dejando su barcaza al sol

Se mete por todos lados

Con microscópica decisión

 

Caronte visita la Tierra

Sin piedad nos sometió

Reavivando antiguos conflictos

De económica maldición

 

Caronte visita la Tierra

Dejándonos sin protección

Nuestra propia naturaleza

Con saña nos traicionó

 

Caronte visita la Tierra

Bloqueando cada puerta

No nos deja salir de casa

No nos deja entrar al sistema

 

Caronte visita la Tierra

En la puerta del hospital

Nos corta el paso y nos dice

“Este lugar está lleno ya”

 

Caronte visita la Tierra

Los amantes se separan

La pantalla que nos une

Sin embargo, tiene taras

 

Caronte visita la Tierra

Los odiantes acaparan

Se fuerza una convivencia

Que a la larga saldrá cara

 

Caronte visita la Tierra

Lo puedes ver en las esquinas

Cadáveres incendiándose

Y poderosos que maquinan

 

Caronte visita la Tierra

Para algunos es un trofeo

Se sacan fotos en los lugares

Abandonados en el misterio

 

Caronte visita la Tierra

Él necesita su dinero

La gente vive demasiado

Salió a buscar pasajeros

 

Caronte visita la Tierra

Y no nos deja pasar

Si has de morir en un lugar

Al menos muere en tu hogar

 

Caronte visita la Tierra

Y no nos deja viajar

Te alejaste de tu patria,

Por eso ahora morirás

 

Caronte visita la Tierra

Y no nos deja tocar

Quisiste calor humano

Por eso ahora morirás

 

Caronte visita la Tierra

A un metro debe estar

Con avidez nos observa

Ansioso por atacar

 

Caronte visita la Tierra

Se mete adentro de nosotros

Desordena nuestro orden

Y nos hace temer al otro

 

Caronte visita la Tierra

El horror de lo invisible

La carrera contra el tiempo

El terror incomprensible

 

Caronte visita la Tierra

No nos deja recorrer

Con porfía nos detiene

De fiebre nos hace arder

 

Caronte visita la Tierra

Nos hace ver el temor

Se alertan nuestros sentidos

En cada estornudo, en cada tos

 

Caronte visita la Tierra

Con desdén te bloquea el paso

Pero cuando llegue la hora,

Amable, extenderá su brazo

 

 

Caronte te ayudará

A subir a su barcaza

El Río entonces cruzará

Infestado de pobres almas

 

Cuando llegue al otro lado

A bajar te ayudará

De la barcaza, al costado

Con suavidad te entregará

 

Transportador de almas

Barquero del Infierno

Especulador de la calma

Negociante de lo eterno

 

Bala, horca o cuchillo

Guerra, hambre, o virus

Cambiar de forma es sencillo

Para someter a las tribus

 

Accidente automovilístico

Fortuito impacto balístico

Ya sea incendio o sismo

El resultado es el mismo

 

Pero

A Caronte deberás pagar

La Moneda que decidirá

Si a tu destino llegarás

O en el limbo quedarás

 

Tal como sucede en la Tierra

Caronte cobrará su viático

O sino, cual baja de guerra,

Tu destino será errático

 

Cual transacción espiritual

De un accionista abismal

Según lo que puedas pagar

Es como terminarás

Daniel Fernández

_4/2020