El almacén de barrio fue siempre un lugar siniestro. Era intensa la refriega por obtener un lugar de atención en el mesón a la hora en que el pan llegaba calientito, traído en canastos gigantes que eran cargados por dos mapuche. La compra, una batalla que invariablemente concluía con una derrota. El guatón que haciéndose el de las chacras, se cuela y te gana la partida. La vieja que desde atrás grita más fuerte. La desconfiada expresión del almacenero cuando un hombre de gafas gruesas reclama por un vuelto que viene con pesos de menos. La anciana que demora una eternidad en sacar sus billetes desde el interior de una chauchera microscópica. La aglomeración perversa de traseros y axilas hedorosos. Y uno chico, parado ahí, esperando, sabiendo que nuevamente será el último, atendido por el mismísimo Indio (ése era su mote y así se llamaba el almacén), y que marcialmente te ladraba: “Qué va a querer, joven?” Ahí uno sacaba un hilillo de voz, pues el Indio era intimidante visto desde la perspectiva de un cabro de 11 años, enano, asustadizo y flacuchento. Medio de azúcar, un cuarto de aceite, 4 huevos y 8 panes, balbuceaba uno al borde de pedir perdón, y el Indio ponía una cara como si al Pillán le consultara: ¿y pa’ eso webea tanto? El azúcar sacada con una poruña que se enterraba en el saco, luego pesada en la romana, y finalmente envuelta magistralmente en una especie de empanada de papel cebra, sin que faltaran los dos cachitos a modo de orejas. El aceite: extraído con una bomba conectada a un tambor, al caer bañaba una especie de jarro metálico que contenía todas las medidas imaginables, y desde allí era vaciado en la botella que uno portaba. Los huevos envueltos en papel de diario en forma de cono. Los panes en la bolsa que a uno le tiraron los hermanos mayores, burlándose del enojo evidente por tener que salir a comprar justo en la escena en que los indios atacaban la diligencia en el televisor. Mi madre había sido clara: “fíjate en el welto y que no te le vaya a romper niún hueo”. La entrega del billete de 500 pesos al Indio, que inexpresivo saca la cuenta con un lápiz bic sobre una hoja de diario, hace entrega de la mercadería, el cambio en monedas de a peso y de 50 centavos, y finalmente la proyección de sus ojos negros sobre los de uno y que indudablemente dicen: Ándate. Y uno salía de ese Infierno. Regresaba a la luz: los embarrados pasajes de la población, chorearse la mitad de una marraqueta para ir comiéndosela en el viaje, llegar a la puerta de madera de la casa, el perro loco que te recibe sacudiendo la cola y que por suerte no alcanza a trizar los huevos. Mis hermanos que de joda arrebatan la bolsa del pan: “Tanto que te demorai, weón. No te mandamos más”. Y eso fue la infancia.

Hoy, en medio de esta pandemia, uno ha tenido que regresar al almacén de barrio. Allí pagará un cuarenta por ciento más por cada producto, pero na’ que hacer. No existe alternativa, casi. Lo otro es ir a meterse a una cola infinita en un supermercado. Y muchas cosas han cambiado desde el boliche de la niñez, más con el virus. Se puede entrar solo de a cinco personas, así que  hay que esperar afuera. Todos con mascarilla. En la fila para entrar, se desconfía del que tose y aún más del que estornuda. Cuando se logra ingresar, el almacenero que me atiende (al que también por sus rasgos le deberíamos denominar El Indio, pero dadas las quisquillosas reacciones actuales de algunos pechoños del lenguaje y la moralina, le diremos solamente El Almacenero), dice: “Qué va a querer, joven aún?”. Y la agregación de ese adverbio maldito es como una daga. Al decir “Joven Aún” exuda un mensaje subterráneo que te grita: “Eres menor que yo, pero ya no eres joven”. O mejor: “eris un viejo culiao aunque no lo acectí”. Es decir, una especie de oxímoron imperfecto que al interior de la frase cínicamente te eleva para vestirte de Joven, pero instantáneamente con el adverbio “Aun” te lanza al más profundo fango y te destripa el tiempo transcurrido en tu frente, dejando en evidencia la insalvable decadencia. La lucecita que se asoma al fondo de un oscuro túnel.

En el almacén de barrio actual uno compra de a kilo y de a litro. Paga con tarjeta. La gente parece más limpia que el almacén ochentero. Sin embargo, es el mismo lugar siniestro, el mismo Infierno de antaño, la misma cagá. Salir de allí, desandar el camino –ahora de cemento- y volver a tu casa, es casi como encontrar una tablita en medio del naufragio. Sacar las cosas de la bolsa mamona que llevaste. Limpiarlas. Guardarlas en los estantes y en el refrigerador. Solo entonces dejarse caer en el sillón de jefe de la tribu unipersonal, cansado, con un leve dolor de espalda, mareado por la subida de presión. Y desde allí meditar en todo lo vivido. Escupir la rabia. “Joven aún, aún, qué se ha creído el Indio de mierda. No le compro más al saco de cachas. De ahora en adelante mi platita se irá con las Abuelas Cósmicas que atienden el boliche de la vuelta”.