Daniel estudiaba en la universidad y vivía con sus padres, tenía su polola y el sueño de un lindo hogar y una familia. Pasó el tiempo, hizo su práctica, pagada, en un estudio jurídico de abogados, lo que le sirvió para juntar algo de dinero y poder pedir un crédito hipotecario. No demasiado alto, para poder pagarlo sin apremios, pensó.
Entonces buscó un departamento con buena ubicación y “no tan caro” anhelo imposible con la “burbuja inmobiliaria” que hay, pero algo encontró en la Estación Central. Fue de los primeros en llegar a vivir allí con su flamante esposa. Instalado el nido de amor, la felicidad fue completa; hermosa vista en altura, a la hora del atardecer los arreboles casi entraban por la ventana y el romanticismo invadía el lugar. Todo un lujo, gran piscina casi exclusiva, para ellos casi solos. Insuperable, lindo departamento, largos pasillos desocupados, hasta con terraza que sirvió para hacer el asado de inauguración y pago de piso con las amistades y compañeros de trabajo, que terminó a la mañana siguiente con todos durmiendo donde podían, hasta en la ducha del baño.
Poco tiempo después empezaron a surgir otras torres por los lados, por el frente y por detrás. Comenzó el caos: música que se entrecruza con peleas a gritos; los bailes, la radio con las noticias de todos los vecinos, el llanto de bebés y el gemido de los perros. En los largos pasillos decenas de personas apiñadas, allegados del que arrienda a los primeros dueños; el tubo del alcantarillado se tapa, la basura se acumula y el sueño de Daniel se trueca en un terrible desengaño.
Una mañana, como de costumbre, llamó el ascensor al piso veinte para ir rápido a su trabajo. Y paso de largo… y de nuevo… y de nuevo… La cuarta vez paró. Daniel presionó hacia adentro y se metió como pudo, aunque sus pies nunca sintieron el piso; el calor asfixiaba y la falta de aire también. En cada parada subía más gente. Daniel veía las caras desfiguradas y chorreantes. Al llegar al primer piso, la puerta se abrió y Daniel cayó desmayado. A nadie pareció importarle y todos pasaron raudos por encima suyo.
Despertó con el sonido de la sirena de la ambulancia que venía a buscarlo; la cabeza le daba vueltas, pero reaccionó y pudo levantarse de un salto, antes de que los enfermeros tuvieran tiempo de ponerlo en la camilla. Salió corriendo, trastabillando bajó las escaleras de entrada del edificio, corrió al terminal de buses y entró al baño. Entregó una sonrisa tímida a las señoras del baño de mujeres. Entró en la puerta del lado, el olor inconfundible del baño de hombres. Mojó su cara, se peinó, sacudió la chaqueta con la mano y salió recompuesto y muy erguido con la actitud de abogado.
Sentado en su escritorio prepara una demanda a la inmobiliaria porque en los guetos verticales de Estación Central tienen solo dos ascensores en uso en una torre de treinta y cinco pisos; pide cambio del plan regulador, normar a no más de quince pisos, obligaciones de antejardines entre otras, más cinco millones por daños sicológicos y morales.
La Corte no escuchó y Daniel aún está en el memorial de villa Francia subido a un asiento de cemento, su señora con la preciosa bebé en brazos, le lleva la merienda, mientras él hace arengas como en el Barrio Latino de París.
La justicia no existe… no nos moverán…