Debíamos decir que ya no nos esperen,

pero hemos cambiado de lenguaje

y nadie podrá comprender

a los que oímos a un desconocido

silbar en el bosque.

 

Jorge Teillier

 

Un encuentro fortuito quedó grabado para siempre en la memoria de José. Una mañana de domingo compró el diario y se dirigió a su trabajo para terminar algo pendiente que había dejado el día anterior. Tomó el autobús y se sentó en el primer asiento. Solo un par de pasajeros se encontraba en su interior. Abrió el periódico, ojeó las noticias y luego tomó el suplemento dominical, sacó un lápiz y se dispuso a resolver el crucigrama. Pasaron algunos minutos, a pesar de que la micro aún estaba casi vacía, alguien subió y se sentó a su lado. El extraño, sin ningún escrúpulo, observó el pasatiempo de José y con cierto agrado comprobó que lo había descifrado casi por completo. A José no le incomodó que su vecino estuviera mirando su entretención. El intruso asombrado descubrió que estaba resuelto el nombre del personaje principal del crucigrama: el poeta Arthur Rimbaud. Luego le sugirió algunas soluciones para ser completadas, José lo miró y le agradeció, luego lo volvió a mirar y lo reconoció, con cierto agrado le dice:

–A usted lo conozco. ¿Usted no es el poeta Jorge Teillier?

El recién llegado sorprendido mueve la cabeza y responde en forma afirmativa, seguido de un apretón de mano. José le cuenta que va camino al trabajo; el poeta replica que viene de la casa de una amiga, donde ha pasado la noche bebiendo y enamorando. Esta no era la primera vez que José se encontraba con el poeta. Ya en 1965 cuando asistía a una ceremonia cultural que se realizaba todos los años, organizada por el Partido Comunista de Chile, para otorgar un reconocimiento a destacados intelectuales de la izquierda chilena. Ese día, tuvo la oportunidad de conocer a grandes creadores de la época. En el mismo pasillo que daba al salón principal, se encontró a bocajarro con el que sería en unos pocos años después el Nobel Pablo Neruda. Como llevaba en su mano la conocida revista literaria Aurora, en homenaje a los 60 años del poeta parralino, no dudó en pedirle su firma en una de las páginas en blanco de la misma edición.

Al ingresar al salón, ya repleto, se inició la ceremonia. Uno a uno, iban pasando los escritores, actores, pintores, músicos, bailarines, y todo tipo de representante de cada una de las disciplinas artísticas. Estaba en eso, cuando llamaron a recibir el reconocimiento a un joven poeta de Lautaro, que sería denominado en décadas posteriores como el lárico Jorge Tellier. José lo observó en su caminar lento y taciturno; nunca olvidaría esa mirada tímida y perdida de niño nostálgico que conservó hasta sus últimos años…

El bamboleo de la micro sumía en el sosiego a ambos viajeros en esa mañana de domingo, hora en que la ciudad es un pueblo fantasma. En un instante se manifestó la sensibilidad del poeta que, mirando por la ventana del vehículo, fijó la escena de una pareja de ancianos indigentes, con sus vestimentas albas raídas, pero limpias, ambos con la cabeza blanca de canas, tomados de la mano con la ternura cultivada por el tiempo. El anciano iba con un saco al hombro y ella con lo único que tenía, una sonrisa en su boca. Ante esto, Jorge sacó una libreta del bolsillo y registró lo visto; era digno de anotarse, una escena captada con ojo de poeta. Solo un alma sensible es capaz de ver lo que todo el mundo no ve. El verdadero poeta es el que se estremece ante la belleza y la ternura de lo simple.

Al llegar a la Plaza Italia, el poeta invitó a José a servirse un café, que fue aceptado de inmediato, a riesgo de llegar atrasado a su trabajo, pero consideró que la oportunidad valía la pena. A esa hora, el restaurant elegido, recién abría sus puertas al público, aún estaban las sillas patas para arriba, apostadas encima de las mesas. Se ubicaron en la barra, pidieron dos cervezas y dieron de inmediato continuidad a la conversación. Todo se centró en la poesía, le contó que estaba ideando unas cuartillas para la revista “Orfeo” con el fin de divulgar los trabajos de poetas que no pueden editar por falta de recursos, le mostró el diseño de una carátula dibujada a plumilla. Continuando con su agradable conversación le confidenció de la disgregación de su familia, a José le pareció que se sentía solo.

El diálogo transcurría con ruidos de trasfondo que venían de la cocina, pero más bien, era música para los oídos: estaban lavando las copas y vasos de la noche pasada. Jorge tomó una servilleta y anotó ese concierto de copas, era una pequeña serenata de cristal. En un instante, el poeta pidió permiso para anotar algo, para lo cual sacó su ya conocida libreta, y llenando un par de pequeñas páginas, dijo:

–No se me puede olvidar, es un sueño que tuve hoy antes de abandonar la casa de mi amiga.

José ansioso le pidió que, si era posible, le contara el sueño, a lo que él respondió no tener inconveniente. Pero antes de que el poeta narrara su sueño, José entusiasta le hizo un comentario previo sobre este fenómeno:

–No hay nada más artístico que los sueños, son perfectos articuladores de imágenes, son verdaderos fabricantes de historias. En el sueño todo está permitido: lo terrible, lo inescrutable, lo insólito y lo absurdo; en fin, todo lo que el artista no puede alcanzar en su apasionada racionalidad a la luz del día, es una realidad fragmentada, que luego la muestra, como el giro de un caleidoscopio. –El poeta sonrió y movió la cabeza en sentido afirmativo. Hizo una pausa, bebió un sorbo de cerveza y dándose impulso inició su relato:

–Soñé con una noche de luna llena, en que me internaba en un bosque de Temuco, –¡tú sabes que soy de esas tierras!, me detuve en un claro, me senté en una piedra y me puse a contemplar la luna que inundaba todo, era inmensa como un gran queso de cabra. Estaba en eso, cuando escuché a un desconocido silbar, no lograba ubicar su procedencia, en un segundo lo escuchaba a mi izquierda, otra a mi derecha.

Al rato el desconocido se fue alejando hasta que su silbar se desvaneció. Proseguí mi camino, de repente vi una vela en una ventana, esta guio mis pasos, mientras la luna como enorme linterna, alumbraba el camino. Al llegar a la casa, una niebla llenó los patios, me acerqué a la puerta y escuché una voz, era mi padre que leía un cuento de hadas. Me quedé con la oreja pegada a la puerta escuchando el relato infantil, mi corazón latía acelerado, me cayeron algunas lágrimas al escuchar su timbre de voz. En un instante salgo de allí mirando a la ventana, veo que se apaga la bujía. Luego me encuentro lejos de la casa y vuelvo a escuchar al desconocido que silba en el bosque y se aleja. Pasaba el tiempo raudo y veloz, en mi retina apareció el invierno con una extraña nieve que borraba todos mis pasos y los restos de hierba calcinados por el sol. Parado en la soledad blanca, volví a escuchar al desconocido que silbaba en el bosque. Tuve la sensación de que me estaban esperando en algún lugar y con la impotencia del soñador que habla y no le escuchan, quise decirles: ¡No me esperen, que cambiaré de lenguaje y no me entenderán, solo yo puedo oír al desconocido silbar en el bosque!

–Esto es lo que soñé hoy en la mañana. –dijo el poeta–.

Debo anotar, porque la memoria es traicionera, transforma, distorsiona y omite a su arbitrio. La memoria es una mujer caprichosa, dijo esto mirando en lontananza, un gesto propio de su personalidad.

Tomaron dos cervezas más y quedaron de verse para continuar la conversación. El poeta tomó otra servilleta de papel, anotó su dirección particular y le dijo a José que si no estaba allí lo encontraría en el bar “La Unión chica” en la calle Nueva York 11, al lado del vetusto y burgués Club de la Unión.

Salieron a la calle. No había nadie, continuaba solitario el verano de Santiago. El poeta con su figura delgada, la cabeza altiva y sus ensoñadores ojos, dirigió sus pasos al Parque Forestal. Se fue alejando lento y tambaleante, respirando el aire fresco, perfumado por los Quillayes, Arrayanes y Tilos, quizás evocando su bosque de La Frontera, o el viaje en su locomotora perdida en el camino.