“Cuando seas madre lo vas a entender”.” Una madre da todo por sus hijos”. “Madre hay una sola”. Crecimos escuchando estas frases, que lejos de ser profecías alentadoras, parecían sentencias inmutables. Durante nuestras infancias fuimos testigos de maternidades “abnegadas” que intentaban estucar una fachada que se caía a pedazos. Detrás de cada puerta, eso llamado abnegación quedaba al descubierto. Mujeres subyugadas a la voluntad del esposo, prisioneras perpetuas de una vida por y para los otros. Mujeres que sepultaron sus anhelos bajo la consigna de “los hijos primero”, haciéndose invisibles pero funcionales para las felicidades ajenas.

Siempre la maternidad se ha promocionado como un acto de amor absoluto, lo que no dista de lo real, porque es necesaria la incondicionalidad para mantener con vida a un ser humano. Darlo todo a cambio de un registro borroso y difuso en nuestros límites corporales. La guagua colgada a la teta o la mano sosteniendo la mamadera, lo recuerdan a diario. Se transforman en una extensión o mejor dicho en una nueva parte de la anatomía. La frase de un libro[1] captura este sentir a la perfección: “tener  un hijo es como hacerse un tatuaje en la cara, más vale que lo pienses dos veces”.

La figura de la madre omnisciente está arraigada en el imaginario social. Aquella que todo lo sabe, lo entiende, lo resuelve. La que entrega equilibrio y armonía permanente a sus hijos, sin importar que por dentro este podrida. Esa madre diligente y feliz que brinda confort en momentos de aflicción, acunando en su cálido regazo a quienes lo necesiten. Siglo XXI y este constructo sigue más vigente que nunca. La única diferencia es que ahora se desplaza a uno donde el capitalismo ha sacado importantes dividendos: la madre multifuncional.

Aquel engaño, intenta hacernos creer que tenemos un “súper poder” que nos entrega la vitalidad para realizar un sinfín de tareas simultáneas, forzándonos a enorgullecernos de tan preciada condición. Se dice que por ser madres somos multifuncionales, característica que por cierto debemos valorar, algo así como una especie de bendición que casualmente el hombre no recibió.

Por una parte, aquello no es más que otro privilegio masculino y por otra no somos “súper mujeres”, sino que somos mujeres explotadas por dobles o hasta triples jornadas laborales, domésticas y de cuidados infinitos.

El acto de parir nos empapa literalmente. De nuestro cuerpo brota sangre, fluidos y leche que rebasan cada orificio, sin embargo, en paralelo comienza la erosión, que no deja lugar sin corroer. El desgaste no termina, te desprendes por obligación de tu cuerpo, tu tiempo, tu privacidad. Los anhelos de goces propios se congelan o se extinguen. Nos consolamos con saber qué hacemos todo para que los hijos estén felices, diciéndonos con satisfacción que con eso nos damos por pagadas. ¿Realmente lo creemos? Entiendo que busquemos el bienestar de ellos, Pero ¿qué hay del nuestro?

En ocasiones, sublimamos a través del humor sentimientos como el hastío, el cansancio, la pena y la rabia. Bromeamos con que somos libres cuando los niños duermen, van al colegio o que nos gustaría pasar, unos días a solas para recordar los “buenos tiempos”. Sin embargo, no olvidemos que la mentira muchas veces es la verdad.

La maternidad es intrusiva. No conoce de límites y cuando hemos sido capaces de marcarlos, el dedo inquisidor nos sindica como la “mala madre”, la egoísta, la que sabe que sus necesidades son fundamentales, la que reconoce que los hijos desgastan, la que goza libre, la que se habita como mujer y no como madre, la que llora de rabia y la que anhela que nadie dependa de ella.

Ya hemos tenido suficiente de las maternidades de revista, esas lisas y perfectas que desconocen que el criar arrebata para siempre algo del cuerpo mental, emocional y físico. Ya es momento que decidamos en libertad que tipo de “mala madre” queremos ser.

[1]“Comer, rezar, amar”. Elizabeth Gilbert