“Anoche me dormí tarde. Pensaba en el paseo. Imaginaba cómo sería la piscina. Algunas tardes nos vamos donde la Javi a probarnos ropa o trajes de baño. Modelamos en el espejo, todas las formas de pararnos y caminar para que no se note la guata. A la Cony le da vergüenza su poto. Dice que lo tiene muy grande, que se lo miran y le gritan cosas en la calle. Ahora anda siempre con un polerón amarrado a la cintura.”

Fragmento cuento “Piernas Pelas”. Alejandra Herrera

 

Basta que una mujer denuncie o levante la voz respecto a un acoso o abuso sexual para que se instale la duda. “¿Por qué se demoró tanto en hablar?”, “quizás se confundió”, “igual es coqueta”, “ahora llora, pero en el momento se quedó calladita”. El apropiarse de nuestro cuerpo viene hacer una especie de castigo, frente a un deber ser no cumplido. En apariencia ese deber ser guarda relación con la cantidad de piel que expongamos, sin embargo, al profundizar vemos que, aunque solo exhibamos nuestros ojos, el riesgo del abuso continúa siendo inminente.

Como ser humano la única certeza al momento de nacer es la muerte, pero en nuestro caso, podríamos sumarle la de ser abusadas. La realidad nos muestra que la mayoría de las mujeres fueron o serán víctimas de abusos en algún momento de sus vidas. El hombre que te roza en el transporte público, el amigo de la familia que cuando niñas nos sube a sus piernas a “jugar”, el tipo del carrete con la frase “no me podís dejar así” mientras mete su mano bajo la ropa y en los casos más extremos el abuso sostenido durante años, que se convierte en un secreto familiar, que fractura a la víctima para siempre.

Una de las bases en que se sustenta el abuso, es la asimetría de poder entre el abusador y abusada. La hegemonía masculina de esta sociedad patriarcal, pavimenta el camino para que este tipo de violencia circule libremente. Somos educadas para obedecer y para callar, aunque esto signifique traspasar nuestros límites corporales y mentales. Crecemos bajo ese mandato, en un mundo donde los hombres ostentan el poder en la mayoría de las instituciones, permitiéndoles poner en práctica actitudes abusivas en los espacios educativos, laborales y familiares, lo que se expresa en dudar de la palabra de la víctima, en el guardar silencio para mantener el trabajo o continuar la carrera. La desesperanza aprendida de la abusada la conduce a que muchas veces prefiera ni siquiera hacer el intento de dar la batalla. El hilo se corta por lo más delgado y para el Patriarcado somos nosotras.

 

Otra arista que sustenta el abuso hacia nosotras, es la especie de cofradía o pacto de silencio que algunos hombres mantienen. Ejemplos sobran; imágenes y videos íntimos de mujeres, sin ningún tipo de consentimiento, dando vueltas en grupos de WhatsApp, justificación de comportamientos acosadores de sus congéneres mediante excusas biológicamente falsas, que aluden a la dificultad para controlar su “instinto sexual”. Lo curioso es que es aquel “instinto” desaparece cuando la mujer está acompañada de otro hombre. Es decir, la única figura válida y merecedora de respeto es su igual.

El cuerpo femenino, sindicado como espacio público, más aún si enseñamos piel, nos hace internalizar desde la infancia el miedo a ser violentadas de cualquier forma, desde el acoso callejero hasta la violación, Miedo que nos acompaña durante toda nuestra existencia, junto a la culpa de pensar que fuimos responsables de aquello. En un abuso, las palabras, las manos y las embestidas marcan la cuerpá a fuego dejando brasas que en cualquier momento de nuestra vida nos vuelven a quemar.