Nacer en la Ciudad de los Césares, cuando se ha decidido ser poeta, puede ser una ventaja como una soga al cuello. Reconocer la poesía de Carlos de Rokha es un deber, es como llevar la cuchara a la boca del hambriento.

Es por eso que hace algunas semanas la Editorial de la Universidad de Valparaíso editó una antología del poeta, con prólogo, notas y cronología de Cristián Jofré, la selección en conjunto con Ernesto Pfeiffer y los epílogos de Enrique Lihn, Pablo de Rokha, Mahfúd Massis y Teófilo Cid. A eso se suma las ilustraciones de José de Rokha.

En este sentido es bueno recordar que De Rokha fue un vidente que desató su locura en el registrar lo que está y no vemos, la velocidad de hoy es el cuchillo que descuera nuestra libertad.

Solo libros de poemas bastaron para viajar por la memoria, para que nuestra vida sea escrita con sangre, de esa que ni el jabón del luto logra remover. Solo terremotos de huesos, encrucijadas en que los segundos dan vida y muerte, un pasaje angosto entre el sentir y el crear, una epidemia que los enfermos hemos dado el nombre de poesía.

 Gateando con un vidente

“Poesías de experiencia última, poesía de rechazo a lo fácil y manido a la facilidad que engaña y pierde” así definía, Víctor Castro redactor de la revista Occidente en agosto de 1973, la poesía de Carlos de Rokha a 11 años de su muerte.

Su desaparición no cerró su boca, solo apagó su esqueleto, ya que su voz resucita en la del buen lector. Hijo de poetas – Pablo y Winett de Rokha- nace en 1920 en uno de los pesebres más linajudos de la poesía patria.

Carlos es el niño diferente, el que sigue las huellas del padre y la madre, de ese padre autoritario, que viaja vendiendo sus libros de puerta en puerta por todo Chile y de una madre cariñosa que conquista a su progenitor con solo una fotografía impresa en su libro.

El niño-poeta trae consigo un romance fogoso con el idioma, amparado en una intuición de sótano, dulce, de la lírica chilena. Apoya su cabeza en libros de autores-bestias tan distintos como Bretón y Huidobro; Góngora y Humberto Díaz-Casanueva; pero, por sobre todo, aquel niño que lo seguirá el resto de su vida, transformándolo quizá, en ese amigo imaginario: Jean Arthur Rimbaud.

Desde niño, Carlos De Rokha se muestra como una persona distinta, impermeable en su contacto con los demás y de una inteligencia que pocos se podrían jactar. A los 11 años, según los mitos poéticos, se pierde de su casa por 3 días y vuelve como si nada hubiese pasado. A los 13 sin la ayuda de nadie aprende a hablar el francés y comienza su vida en la poesía. Para cualquiera este es un caso extraño, esa videncia absoluta que tenía lo lleva a escribir versos profundos, de un orden creado bajo su pluma, aunque también en ocasiones, a los pabellones del Psiquiátrico de Santiago.

“Poemas de un niño visionario que conservó hasta la muerte un extraño acento infantil y don alucinado de fantasía creadora” palabras de Ignacio Valente en “El Mercurio” -19 mayo de 1968- explican la fuerza del poeta que jamás dejó de ser inocente.

La llegada del surrealismo a nuestro continente fue formando la letra que atezó posteriormente en su mundo de llamas e irrealidades. No hay mucho donde buscar sobre la vida de este connotado poeta, oscurecido por gobiernos y monstruos de la poesía nacional –incluidos entre éstos su padre- De Rokha jamás apuntó a la fama, eligiendo el camino de regreso a su intimidad, su hogar, su vida.

Ya crecido, el poeta avanzó hacia un clímax deseado en el mundo de las letras, también se transforma en un amante de la pintura. Crea con facilidad y publica su primera obra en 1944 “Cántico Profético al Primer Mundo” Santiago, Ediciones Multitud.

En 1956 aparece “El Orden visible”. Como señalara el poeta Enrique Lihn en el prólogo de la obra Memoria y Llaves “La poesía de Carlos de Rokha es de las que saldrían gananciosas si se historiara, verdaderamente, el total de nuestra literatura. Con caracteres propios e inconfundibles, la obra de De Rokha registró todas las inquietudes expresivo-formales que han coadyudado al desarrollo de una pequeña, pero brillante tradición literaria”.

Del poema salmo en azul: “No sé sino llorar, a veces / en que un anís de angustia nos consume, / en que tú vienes y ordenas el pan que clama por el cielo, / en que yo ordeno mis salmos dolorosos como huesos / de hebreos / en que una manzana enviuda de su piel / y el mercader del trigo retorna a su país, / entre espuelas de aceite y hachas de borde cruel. / ¡Ah! Olvidé mi ser entre puros recuerdos del retorno / ¡Y nada existe ya, nada, nada; / sólo la quinta esencia imposible del hombre!”

Prosigue su carrera literaria llegando 1961, año en que logra el primer premio Juegos Municipales Gabriela Mistral con su obra “Memorial y Llaves”.  Con una poesía eufórica y auténtica casi no necesita de adjetivos ni aclaraciones, porque su voz emerge desde el interior del alma.

“No sé si soy un temblor antiguo en la clepsidra / o un espacio de viento en los helechos. / He de volver, palomas en los vidrios. / He de ir, violines de la espuma, / gallos del diamante, gaviotas de la lluvia”

En 1962, a solo un año de ser laureado, vuelve a ganar idéntico certamen, pero ahora se impone con “Pavana del Gallo y el Arlequín”. Bajo palabra de Gonzalo Orrego en “La Tercera de la hora” en sección “Libros y más Libros” (sin especificar año ni día) “Siempre habla de sí mismo, como hace el verdadero poeta, pero a veces lo hace más directamente. Se diría que se veía como un Cristo martirizado por los pecados del mundo”.

 Volarse los sesos

Nace el poeta trágico y porfiado, que larga su lengua para incendiar ciudades, mares, sembradíos, como un sol desnudo, como la capa y la cola del diablo. Poeta que ha apasionado hasta después de su muerte.

Según el poeta Eduardo Anguita: “Fue su última etapa (…) como instrumento del verbo. Después murió. La grave seriedad de su experiencia no podía traerle otro suceso más justo que su muerte. Vivir, después de eso, creo que le habría resultado trivial, insignificante e incomprensible”.

Carlos de Rokha dejó de existir el 28 de septiembre de 1962, dejando una riquísima obra para las generaciones futuras, aunque el recuerdo sea siempre frágil y sus libros los hayamos tenido que desenterrar de viejos anaqueles del infierno.