a la memoria querida y juguetona de Ramón Suárez Mardones.

Humberto Díaz Casanueva se refirió alguna vez a Pablo de Rokha como “el Padre Violento”. Don Humberto, poeta carismático, erudito y fascinante donde los haya, era de aquellos Rokhianos de la primera hora. Digo Rokhianos porque ¿cómo definirnos (yo también lo soy y me incluyo en este estamento) apelando a las clasificaciones consabidas: ¿seguidores?, ¿discípulos?, ¿admiradores?, ¿fans? Imposible definirnos en cualquiera de esas categorías. Pablo de Rokha fue un poeta, por lo tanto, no necesita seguidores ni discípulos ni fans ni admiradores ni siquiera lectores, ya que la poesía no se hereda ni se circunscribe a demarcaciones sectoriales. Se nace con ella y se vive si se es poeta, se lee y se existe si se es lector y ambas cosas no son excluyentes. El oficio de escribir se aprende ya que nadie nace sabiendo. Entonces, repito: Rokhianos. Todos quienes no lo conocimos no fuimos lectores de Pablo de Rokha: fue una revelación, un hallazgo, el más hermoso y reafirmador encuentro con nosotros mismos que nos encendió su poesía.

Díaz Casanueva lo conoció de cerca y mantuvo siempre un vínculo con él que sus honestas afirmaciones lo confirman: ser un Rokhiano es algo conflictivo. Una condición que sea por orgullo de quien se reconoce así, sea por la dada condición de la cultura que desde el Siglo XX hemos vivido, despierta desconfianza y un “aparte”. En Chile se puede ser Nerudiano, Huidobriano, Mistraliana, Parriano sin problemas, es bien visto. Pero ser un Rokhiano produce algo así como una disidencia anunciada.

El Padre Violento.

¿Por qué Violento? Padre sí, todos necesitamos un Padre en la Vida. Sobre todo los que escribimos. Pero, ¿Violento? Se activan las consignas psicoanalíticas: maltratador, autoritario, negador, castigador, castrador… pero Humberto Díaz Casanueva era demasiado brillante, demasiado poeta para definir a Pablo de Rokha con esas categorías tan satanizadas que se adhieren al concepto de la violencia como un anatema bíblico.

Trataré de dar una opinión al respecto. De Rokha se definió como “el gran solitario de las letras chilenas”, una soledad literaria y cultural que lo acompañó toda su vida y que le vindicó como un creador “aparte”. Precisamente desde la conjura interesada y dirigida que Hernán Díaz Arrieta, Alone (¡vaya pseudónimo!) le confirió desde su mercurial y seguro espacio comunicacional.

 

La soledad que vivió De Rokha definió su personalidad y su tremendista capacidad de elección. En alguna ocasión, el editor y académico Carlos Orellana me refirió que don Pablo era un energúmeno y que tomaba el hecho de ser tomado en cuenta como una declaración de amistad incondicional que no admitía desviaciones ni vacilaciones. Don Carlos me lo refirió con un dejo de resignación algo testamentaria; algo así como “pude hacer algo más por él pero su temperamento alejaba a todo el que se acercaba con la mejor de las intenciones”. No hay por qué dudar de las palabras de don Carlos, tomadas en perspectiva ilustran muy apropiadamente la dimensión descomunal del poeta licantenino acerca de la pasionalidad con que encaraba su labor y la consecuente aura de incomprensión y aislamiento que le rodeaba.

Pero para generar un estadio así de rechazo o de apego absoluto en ese Chile de la segunda mitad del siglo XX, hegemonizado culturalmente por el Partido Comunista cuyo referente máximo fue -y sigue siendo- Pablo Neruda, había que escribir como escribió Pablo de Rokha. Había que definir el estadio de luchas sociales tal como él las registró en su escritura y manifestando posiciones que ahora percibimos como erradas, como eso de “marxista-leninista-estalinista” toda vez que la militancia de nuestro poeta asumía radicalmente tal definición mientras que Neruda hasta cuando confesó que había vivido habló de las virtudes y bondades del hombre soviético que tenía a su disposición toda la educación, todas las bibliotecas que ya sabemos cómo eran de verdad.

En otras chilenas palabras, Pablo de Rokha escribió lo que escribió y murió con las botas puestas, asumiendo y consumiéndose a solas con cada consecuencia de lo que escribió.

Y porque escribió lo que escribió ha vuelto a vivir. Él no tuvo la culpa ni eligió vivir en un país de cobardes y de mediocres como Chile. Este país que menciono en la época de la primera república no era cobarde ni mediocre, pero ahora lo es y eso no admite discusión. Por mucho voluntarismo que se suponga, aunque haya millones de golondrinas ellas no hacen verano.

Y en Chile, ir de frente, establecer una poesía que se rechaza de puro verdadera es un pecado, un error que hay que enmendar a toda costa si se quiere vivir asalariadamente y con la seguridad que brinda un escritorcito de burócrata, una cátedra universitaria, una columna o una reseña favorable de los diarios en los domingos dominicales y tal vez, acaso un Premio Nacional.

Pablo de Rokha demostró con su suicidio que existe un heroísmo sin alegría. Pero ahora sabemos que ninguna alegría es posible sin heroísmo. Tanto así que llegó a doblarle la mano a Neruda cuando en 1965 le otorgaron el Premio Nacional de Literatura, pese al enconado, titánico esfuerzo del parralino por impedirlo. Sí, ese reconocimiento le fue otorgado ya definitivamente solo, definitivamente viudo, definitivamente viejo.

Pero lo consiguió.

Humberto Díaz Casanueva tenía razón: un Padre como Pablo de Rokha es violento porque en un país como el Chile nuestro de cada día (que es lo único que tenemos, aunque lo neguemos) necesariamente debes ser violento con tu escritura si quieres existir. Y existir significa asumir y hacer frente a la muerte todos los días desde tu identidad de ser humano.

En la poesía de Pablo de Rokha hay múltiples elementos que hoy iluminan a los rokhianos. Lo primero es que no cualquiera puede vibrar con su poesía ni percibirla a cabalidad. Cualquiera puede recitar el Poema 20, o una ronda de Gabriela Mistral en el colegio, hacerse el interesante citando versos de Huidobro en clase (yo solía hacerlo) y lanzar una soez invectiva parriana en una buena borrachera. Pero ¿hacer eso con de Rokha?

En la “Escritura de Raimundo Contreras”, concretamente en el capítulo “El Descubrimiento de la Alegría”, que describe a la manera de un tejido lingüístico que habla el despertar del protagonista a los misterios del sexo, se hallan elementos que estudiados en profundidad pueden irradiar la base conceptual de una metafísica chilena, una cosmogonía nacional ultramoderna y exultante de vital. Es decir, desde esa topografía rural y cordillerana cuando tiembla el estremecimiento donde Chile resuena en las palancas de Raimundo Contreras, el bruto, dimana una virtual y prehistórica filosofía chilena.

En “Idioma del Mundo”, nuestro poeta vaticinó que el choque entre el movimiento/mundo popular y el de la oligarquía iba a ser frontal y absoluto. Por eso, sus versos que elegíacamente cierran “el perpetuo funeral de la República”.

Él escribió en formas vanguardistas cuando en Europa nacía la Vanguardia. Incluso un poeta muy sacralizado hoy en día como Allen Ginsberg, confesó, para escándalo mayúsculo, que alguna vez se dejó influir por la poesía del Macho Anciano. El poeta y académico Naín Nómez así lo señala en su ensayo “Pablo de Rokha, una escritura en movimiento” (Documentas, 1989). Ginsberg siempre fue un referente para quien esto escribe en sus clases y en sus libros, pero hace poco me di cuenta que el bardo de América nunca fue un gran poeta. A veces hay que matar a los padres, aunque eso tarde.

Hoy se asume que Neruda violó a una sirvienta birmana apoyándose en su condición de clase: un patrón violando a una sirvienta. De Rokha tuvo que enfrentar el juicio del Partido cuando reconoció el adulterio realizado “con una mujer que todos ustedes, compañeros, quisieran…”

Alone visitó el funeral de Neruda, dicen que demudado. Ignacio Valente alguna vez propuso una reivindicación de Pablo de Rokha mientras le daba con todo a Neruda acusándolo de complaciente y carente de crispación poética al final de su vida. Sí, José Miguel Ibañez Langlois, el mismo sacerdote del Opus Dei, que apenas consumado el golpe cívico militar se ofreció a enseñarles marxismo a los integrantes de la Junta Militar de Gobierno para que comprendieran la mentalidad del enemigo a quienes debían exterminar.

Juzgue el lector las dimensiones de las canonizaciones y juicios de este jubilado crítico de El Mercurio.

Pero estas cosas ocurren sólo en Chile.

Mejor no hablar de ciertas cosas, don Neftalí.

Pablo de Rokha es el Padre Violento de todos los Rokhianos que escribieron, escriben y que escribirán. Y cuando Carlos Díaz Loyola tomó su revólver para escribir el verso más importante de su vida, se llamó Pablo de Rokha, era de Chile, sinónimo de viento, tal cual se puede leer en el documento del poeta Cristián Cottet.

Su Hijo… Alfonso Alcalde, otro ilustre sumergido que otros redescubrirán y acrecentarán la expansión y propagación de esta poesía.

Los nietos, las nietas… deben estar por ahí. No sé quiénes son, pero están, con seguridad están.

 

Lo heroico es ganar una batalla perdida de antemano.

Más heroico es ganarla escribiendo.

Pablo de Rokha.

El Padre Violento.

 

Nuestro Padre.

 

Fabio Salas Zúñiga.

Sábado 20 de abril de 2019.

 

APOSTILLA AL PADRE VIOLENTO.

Acerca de la idea central encerrada en el concepto “metafísica chilena” que sugiero en el artículo, debo hacer una precisión lo más nítida y precisa posible.

Cuando la lectura de “Escritura de Raimundo Contreras” va abriendo dimensiones y sugestiones intelectuales y estéticas en la percepción de quien lee esta obra, salta a la superficie, como me sucedió a mí, que Pablo de Rokha realizó una operación cosmogónica en esta fase de su poesía (escrita en 1926) donde esa escritura suya, “arracional”, como él la llamaba; fluye y vincula tanto a nivel de la emoción como en la estructura profunda de la psiqué de quien lee, una sumatoria que podríamos llamar “metafísica”. En la filosofía, la palabra metafísica engloba la primera etapa del gran Pensamiento Griego, que pasó del mitos al logos y que estableció para siempre figuras arquetípicas (Antígona, Edipo, Electra, Orestes en la tragedia, Odiseo, Helena, Héctor, en la poesía, entre muchos otros) que representan etapas de la individuación dentro y desde la diversidad de la condición humana.

Por lo tanto, lo que quiero exponer es que el poeta de Licantén, trasciende con ese tremendismo propio- cuasi ontológico-  los límites del pintorequismo y criollismo literarios, aún presentes en esa fase de la narrativa chilena, pero que nuestra poesía ha dejado atrás, para desembocar eruptivamente (imposible de otro modo en palabras de Rokha) en una dimensión cosmogónica donde Raimundo- el Rucio Caroca- trasciende su concreción de peón rural precordillerano, para ubicarse, solitario en su interrogación, como un individuo que celebra eufórico el amanecer erótico, se enfrenta a su personal incertidumbre sobre los sentidos que se le abren para existir y que le imponen una elección, para inaugurar al final de este libro consular, una identidad chilena, entre otras posibles, que es metafísica por su enunciación: los límites de la escritura Rokhiana, percibida como un verbo en movimiento, que fluye como la visión de Heráclito (influencia seminal en la formación escolar del poeta) pero que como todos los grandes poetas articula desde su palabra un sentido vital que sólo en Chile puede suceder:

La existencia es un proyecto superior y colectivo si cada individuo asume la influencia energética, mistérica, generosa y topográfica de la tierra donde vive. En la tierra donde Existe, por lo tanto, donde Es.

¿Cómo entonces, no admirarse, no deslumbrarse, ante la majestuosidad del reputas de Raimundo, perdido para siempre en el Universo de la belleza cósmica, que es cuerpo, que es tiempo, que es vanguardia poética, que es tragedia, heroísmo sin alegría del único y veraz y desafiante Padre Violento que tenemos nosotros, los chilenos?

 

Espero contribuir a un debate aún enunciado, todavía negado.

 

Fabio Salas Zúñiga.

Ñuñoa, domingo 12 de mayo de 2019.