“Es que ahora no se puede decir nada”, “cualquier cosa es acoso”, “si tuviera plata se quedarían calladitas”, “se viste así para provocar”. En el último tiempo he escuchado estas frases más de lo que quisiera. En fiestas familiares, en el trabajo, en junta de conocidos o en cualquier espacio social que crea en la existencia de dos tipos de feministas; las “razonables” y las “feminazis”. Las segundas refieren al concepto creado para ridiculizar y desestimar las demandas legitimas de las mujeres. Bajo esta lógica, las estructuras de poder hegemónico se mantienen intactas y únicamente nos ceden espacio para cambiar la forma, pero nunca el fondo, lo que explicaría porque aún se considera que invadir el cuerpo ajeno a través de la palabra es considerado un piropo y no un acoso.

Las mujeres sabemos que el acoso no es ficción. Todas lo hemos vivido o presenciado de alguna manera. Sentir esa mirada intrusiva que te deja en pelota. El paquete en el hombro mientras vamos sentadas. El punteo en la micro. Ese “mijita” que se desliza pegoteado en la oreja mientras caminamos. El bocinazo cuando la falda es corta o el escote amplio y la cogida visual cuando usas transparencias o no te pones sostén.

Aquellas acciones y palabras configuran inevitablemente la forma de ser mujer. Buscar cómo vestirnos se vuelve un desafío y no porque la ropa no sea de nuestro agrado, sino porque tememos “provocar” o convertirnos en el centro de miradas calientes. Imagino a un hombre mirándose al espejo y diciendo: “Este pantalón me queda apretado, ojalá no me miren el paquete”. Se lee ridículo ¿cierto? Muchos dirán “pero nosotros tenemos otras inseguridades” Por supuesto, eso es innegable, el punto es que aquellas tienen que ver con el poder adquisitivo o el desempeño sexual que puedan tener, no con sentirse un pedazo de carne cada vez que salen a la calle.

La cuerpa siempre expuesta para el deleite y usufructo de otros. La esencia misma del Patriarcado. La jugada es perfecta. Primero instalan los estándares en cuanto a talla, peso y formas que debiésemos tener. Cumplido este objetivo nos lanzan a gastarnos la vida en alcanzar un estándar impuesto e irreal, que en algún punto de nuestra vida nos posicionará en mujer-objeto-deseada. Esta no-elección nos convertirá de cierta manera, en propiedad pública; es decir; ojos, bocas y manos podrán observar y degustar el cuerpo diseñado por y para otros.

 

No ha sido fácil salirnos de ahí. Porque la ilusión de control que nos proporciona es tremenda. Y las plataformas como Instagram u Only-fans lo reafirman a diario con la premisa de una libre elección. Lo curioso que esta “libre elección” continúa ofertando el cuerpo femenino a los hombres, sus más fieles consumidores, mediante la venta de imágenes.  La diferencia es el contacto físico con el cliente, pero el producto continuamos siendo nosotras y aunque nos forremos, la mercantilización y cosificación es innegable. Es capitalismo puro y duro.

Igual situación con las fotos “sexis” (entendiendo este concepto bajo el constructo hegemónico heteronormativo) que podamos subir a redes sociales. Muchas veces sentimos que debemos justificar estas publicaciones, como forma de anteponernos a lo que pudiera venir. Un chat con comentarios o invitaciones de carácter sexual, por parte de hombres que piensan que un cuerpo con menos ropa, en un espacio público, ya sea virtual o físico, les corresponde. Nuevamente opera la misma lógica: las mujeres provocamos e incitamos en los hombres las conductas acosadoras o violentas hacia nosotras. El veredicto es claro: la culpa de una u otra forma siempre termina siendo nuestra.

No se equivocó Simone de Beauvoir cuando señalo que “el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos”. Es 2023 y el seudo empoderamiento que nos ofrece el Patriarcado, cada vez suma más cómplices.