La compra de la casa los llenó de ilusión. Era una casona ubicada en los suburbios de la capital. Tenía muchas habitaciones, un amplio salón separado del comedor, una gran cocina americana y múltiples rincones donde era fácil perderse. El patio, por su parte, parecía un pequeño bosque. Estaba repleto de árboles y plantas, algunas de ellas desconocidas para la pareja. Era tal la amplitud del patio, que fácilmente podían dividirse el jardín para trabajarlo y no se toparían en toda una mañana.

El gran desafío, entonces, era amoblarla.

Primero llegaron los enseres que había encargado Rocío, luego los de Alberto. Al principio les pareció una buena idea no ponerse de acuerdo. Al fin y al cabo, la casona era inmensa y en aquel entonces pensaron que no necesitaban de palabras para coordinarse. Los gustos de cada uno eran diametralmente distintos, pero expuestos en su conjunto, lograban una armonía única, envidiable para sus amigos.

Para solucionar el problema de las dos camas matrimoniales, se les ocurrió unirlas y mandar a hacer sábanas y mantas especiales. Las dos cocinas no fueron problema porque Rocío era vegetariana y Alberto, un carnívoro nato. En cuanto a los LCDs, les gustaba ver televisión a dos pantallas. En ocasiones coincidían en la misma película, pero la mayoría de las veces veían dos filmes al mismo tiempo. En general, no tenían discusiones. Incluso cuando el perro de él atacó al gato de ella, pudieron resolver sus diferencias. La cantidad de muebles en altura era la mejor defensa para el minino y después del incidente el perro nunca más pudo tocarle.

Los problemas comenzaron cuando el número de enseres creció de tal forma, que la casa se transformó en un laberinto. Ya no pudieron almorzar o cenar todos los días, porque se perdían: pasaban horas intentando encontrarse en la casona. Incluso el patio, pareció transformarse, ya no era un bosque, sino una verdadera selva. Llegó un momento en que simplemente dejaron de buscarse. Ambos, entonces, empezaron a hacer vida independiente. Compraron más muebles, volvieron a replicar los televisores, las camas y las cocinas, porque aún quedaban espacios en la casona. La falta de contacto físico fue llenada con llamadas telefónicas. Comenzaron a comunicarse a través de sus respectivos celulares. Eran conversaciones fluidas pero lejanas. Ambos estaban muy ocupados en sus respectivos trabajos, en su vida social. Los amigos de cada uno, al principio, extrañados, se acostumbraron pronto a las nuevas reglas de la casona. Las amistades de Rocío iban sagradamente a verla cada semana, y con el tiempo dejaron de preguntar por Alberto. Por su parte, él tenía menos amigos, todos hombres, y los pocos que lo visitaban, quedaban maravillados con el estilo de vida de la pareja. Lo envidiaban. Le decían a él que era un crac, que querían conocer la receta. Alberto se limitaba a encoger su hombros. En su interna, pensaba que todo era un sueño, con carácter de pesadilla, que en algún momento despertaría en una vivienda normal, más pequeña, una donde pudiera ver a Rocío desde cualquier lugar. En el fondo, añoraba una especie de panóptico.

Al cabo de un año, la pareja se encontró casualmente en el jardín. Ambos estaban podando un gomero que empezaba a asfixiar a un conjunto de calas. En un comienzo no se reconocieron. Alberto se había dejado barba y Rocío se había cortado el pelo. El flechazo fue instantáneo. Aprovecharon la privacidad que les daba la selva para hacer el amor como conejos en celo. Estuvieron tirando toda la mañana y parte de la tarde. Por la noche, exhaustos, acordaron verse al día siguiente, en el mismo lugar, temprano por la mañana. Pero Alberto no acudió a la cita, se quedó dormido, atrapado en un sueño donde lograba convencer a Rocío para mudarse a una casa más pequeña. Ella, por su lado, estuvo esperando a Alberto por dos horas y se marchó herida, prometiéndose que la situación no se repetiría. Cuando él acudió al lugar de la cita, solo encontró que la selva había producido más plantas. La llamó por teléfono, pero la llamada saltó inmediatamente a un aviso de número fuera de servicio.

Tras nueves meses, Alberto recibió un llamado desde un número desconocido. Era Rocío. La euforia inicial de él, pasó rápidamente a la sorpresa y a la incredulidad. Ella le informaba que había dado a luz a unos mellizos: un niño y una niña; que era el padre de ellos y que le parecía justo compartir los deberes. Rocío agregó que no había sido una decisión fácil, que se lo había estado pensando todo el embarazo, pero que finalmente había predominado en ella la ecuanimidad. Más que mal, él se merecía, decía ella, vivir la paternidad. Alberto, por su parte, trató de explicarle por qué no había acudido a la cita, sin embargo, ella se negó a escuchar razones. Él intento hablarle de la magia que podrían encontrar en una nueva vivienda más pequeña, criando juntos a los mellizos, pero ella se negó otra vez y le dio un ultimátum. Él terminó por aceptar las condiciones de ella, y una mañana Rocío dejó a la niña junto con un celular, la única forma que encontró ella para señalar, vía GPS, las coordenadas geográficas donde Alberto podría hallar a su hija en la casona. Rocío, por su lado, se quedó con el niño y acordaron que, diariamente, durante el período de lactancia, ella dejaría a Alberto la leche materna necesaria (vía GPS, mismo procedimiento) para que la niña pudiera crecer sana. Sin ponerse de acuerdo, Alberto bautizó a la niña como Rocío, y ella, al niño, como Alberto. Ambos padres, por separados, criaron a sus hijos de forma notable. Alberto veía en su hija un fiel reflejo de su madre y la amó como la niña de sus ojos; Rocío, por su parte, también hizo un trabajo maravilloso y educó a Albertito como un hombre recto y justo.

Al cabo de veintidós años, Rocío hija decidió continuar estudiando en Europa y Albertito en Estados Unidos. Alberto y Rocío se enteraron, años más tarde, que ambos hijos se habían conocido por fin en una pasantía que hizo Albertito en el Viejo Continente, y que desde entonces mantenían una relación cercana. Lo supieron porque ambos hijos escribieron sendas cartas, donde les comunicaban que no pensaban visitarlos, a menos que volvieran a hablar entre ellos.

Y fue por ese amor a los hijos, primero, y luego por el recuerdo del amor que se tuvieron, que tanto Rocío como Alberto intentaron encontrarse…

Pero la casona se negaba al reencuentro. La vivienda a esa altura era otra cosa. La selva había entrado al inmueble y comenzaba a ganar terreno dentro de ella. Alberto, al principio, había intentado desmalezar e impedir que los árboles y plantas ingresaran a su espacio vital. Rocío, por su lado, después de intentar de forma estéril ubicar a Alberto, había optado por refugiarse en su cuarto, no salía, y esperaba la muerte resignada. Para colmo, hace rato que las amistades de ambos se habían olvidado de ellos. Más bien, tras inspeccionar el frontis de la casona, y ver cómo la selva estaba devorando la vivienda, concluyeron que la pareja se había marchado de ese extraño lugar. Nunca sospecharon que ambos aún vivían ahí.

La penúltima noche que Alberto vivió, soñó que Rocío le mostraba el camino para llegar hasta ella. Al día siguiente, aún con el recuerdo latente, él buscó por toda la casa las coordenadas que ella le había entregado en el sueño. Tuvo que cortar hiedras y plantas en estado salvaje todo el día para hallar la escalera que daba al segundo piso. Subir los escalones le significó un esfuerzo supremo, porque sus rodillas ya no le respondían. Cuando finalmente logró dar con el cuarto de Rocío, la encontró postrada en su cama. Al principio ella no lo reconoció, pero tras la sonrisa cansina de él, ella no tuvo dudas de que era Alberto. Él por su parte la encontró más hermosa que nunca. El cabello largo y canoso de Rocío y sus arrugas no eran más que los detalles finales que algún artista había terminado de pintar en ella. Se recostó junto a su esposa. Él se apretó junto a ella como solía hacer, hasta sentir que la espalda de Rocío se adhería a su cuerpo de forma perfecta. Sintió la respiración pesada de ella. No hubo necesidad de palabras.

Ambos fallecieron durante la noche al mismo tiempo y ambos tuvieron el mismo sueño antes de morir. En él se veían jóvenes de nuevo. Paseaban por la playa e imaginaban un futuro lleno de proyectos. Rocío le hablaba de un viaje que debían hacer y Alberto le decía que le parecía un buen plan. En algún momento de la caminata, ambos se acordaron de una casona que habían visitado con la intención de comprarla. Por un instante dudaron, pero tras mirarse el uno al otro, con el mar de fondo, dijeron a la vez «no» a la idea.