En marzo fue la última vez que se vieron. Se despidieron como cualquier día pensando que se volverían a encontrar dentro de quince días, cuando Oscar retornara de ese imprevisto viaje a Zimbawe en busca de nuevos mercados. Fue una despedida apasionada como siempre que tenían que separarse, pero sin que nada presagiara ausencias prolongadas o desgracias en el futuro próximo.

Bernardita tomó el auto y regresó a la ciudad, luego que Oscar sorteara los habituales trámites de ingreso a Policía Internacional y soportara las miradas curiosas y las invariables preguntas de los agentes de servicio al pasajero:

– ¿Viaja a Zimbawe?

– ¿Dónde queda eso?, ¿necesita visa?, ¿la tiene?

Y Oscar respondiendo con esa dulce ironía que se veía casi como ternura al provenir de un hombre tan grande -más de un metro noventa de estatura y ciento veinte kilos de peso- y de melena mesiánica…

-En África, señorita, es donde se encuentran las Cataratas Victoria, el origen del Nilo… ¿no sabe usted? Es un lugar maravilloso, en el próximo viaje quiero llevar a mi compañera, a Bernardita, y se volvía para mirarla con un amor que traspasaba las pupilas.

Nunca preguntaban información adicional. Algo en esa respuesta las dejaba desconcertadas, sin saber cómo continuar el interrogatorio.  Y Bernardita, invariablemente se quedaba soñando con ese viaje a las Cataratas, por sus ojos se deslizaba el agua cayendo por los roquedales, salpicando las pieles y terminando en un riachuelo que se transforma poco a poco en el majestuoso Nilo que se aleja y atraviesa innumerables territorios hasta llegar a Egipto y terminar en el mar.

Nada fue diferente en marzo, salvo que días después se decretó cuarentena y el cierre de los aeropuertos y fronteras. Y Oscar no pudo volver ni en marzo, ni en abril, tampoco en mayo y ya en junio sus ojos no veían el agua cayendo desde las alturas, sino que eran una cascada de ausencia acompañada tan solo por la pintura de la hermosa rosa que sobre la impresora, a un costado del escritorio donde escribe cada día largos correos que van y vuelven desde Zimbawe, la mira y acaricia como las manos de Oscar, el día que se la regaló para que iluminara el rincón donde trabaja.

Llegó por fin julio y una pequeña esperanza. Era posible que un avión recogiera a diversos chilenos que se encontraban repartidos por África. Él tendría que encontrar la forma de ir desde Zimbawe a Sudáfrica. Oscar le prometió que lograría llegar allá, no sabía bien cómo. Ahí podría ser repatriado en la nave contratada para ese fin. Y, durante días perdió el contacto y ya no fueron ni vinieron los correos y empezó a vivir una angustia inmensa, una soledad de adiós.

Ya terminando el mes, cuando estaba al filo del ahogo, fue sorprendida por un mensaje de correo. Había logrado llegar a Sudáfrica y al día siguiente tomaría el avión. No podría enviarle noticias porque recorrerían varios países recogiendo a otros. Calculaba que llegaría en pocos días.

Nuevamente la cascada y el sueño se instalaron en sus ojos. Y esperó.