“(…) hizo tocar atención a su corneta y dio la orden del crimen.     

Fríamente dio la orden de fuego. El ruido de los disparos fue ensordecedor (…)”

                        Elías Lafferte, testigo de los hechos.

No sabía que podía pasar con aquello que creaba día a día, era    incapaz de etiquetar esta experiencia y no me desazonaba la duda ante el resultado final”

                                    Humberto Solas. Director de “La Cantata de Chile”.

 

Esos primeros meses de 1974 madrugábamos todos los días, excepto los fines de semana. Desde las cuatro de la mañana,  en cualquier minuto podía pasar a buscarnos alguno de los buses que nos llevaban a las canteras. Dejábamos la agradable temperatura del aire acondicionado del hotel, para sumergirnos en el calor húmedo y dulzón de la ciudad. A cientos de chilenos en proceso de aclimatación al trópico, nos recogían desde hoteles y casas, y luego nos depositaban en uno de los pocos lugares desérticos de esa  isla cubierta de vegetación.

A partir de las seis comenzaban los ametrallamientos frente a esa antigua estación de trenes, de la época en que hubo áridos en los filones. La estación fantasma oficiaba de Escuela Santa María de Iquique, y uno de los primeros en llegar al clarear el día era nuestro General Silva Renard. Paseaba a caballo entre las líneas abandonadas. Muy posesionado de su rol, comenzaba a dar instrucciones a diestra y siniestra, distribuyendo las ametralladoras, dando órdenes a los oficiales, arreglándose las charreteras amarillas que resaltaban en su uniforme azul, calzando su sable en la vaina de cuero, mientras los huelguistas nos íbamos amontonando frente a la entrada del edificio y murmurábamos inquietos, separados de las tropas solamente por los rieles oxidados.

Yo conocía mejor que nadie a ese General, era el padre de mi amigo Luciano, vivíamos en el mismo hotel. Cuando un gigantesco brazo mecánico, cargado de camarógrafos iniciaba el descenso hacia nosotros, Silva Renard daba la orden de fuego. Todos corríamos despavoridos, y uno tras otro íbamos cayendo. Yo solía sucumbir de los primeros, trataba de correr hacia los soldados y llegar lo más cerca posible de las líneas, varios de los niños hacíamos eso. Si íbamos a morir que fuera de manera heroica.

Mi amigo Luciano Behm era más o menos de mi edad. Creo que a ambos nos hacía bien ir a morir diariamente. La masacre de Santa María de alguna manera nos ayudaba a dejar de pensar por un rato en los que habíamos dejado atrás. Yo tenía a mi papá retenido en una embajada en Chile, ya por más de seis meses. El hermano mayor de Luciano no quiso salir del país,  desde la partida estaban sin noticias de él.

En los descansos y colaciones, ponían música por altoparlantes. Mientras escuchábamos La era está pariendo un corazón, o algún otro tema de Silvio Rodríguez, o la Cantata Santa María de  Quilapayún, Luciano me hablaba con orgullo de su hermano clandestino.

—Sí — le decía yo —, pero tu papá es ahora el General que nos masacra.

—Mi papá no quería— me dijo riendo—, pero lo convencieron con eso de que por ser rucio, de ojos claros y bigotón, él era el mejor para el personaje.

—Harto elegante lo dejan, con todas esas borlas doradas que le cuelgan.

—¡Igual que nosotros!

Nos reímos al contemplar los harapos con los que nos vestían. Luciano llevaba un pantalón con un gran hoyo en el trasero, el mío tenía parches mal cocidos que colgaban de las rodillas. Nuestras camisas estaban tiesas de mugre, y ya no era posible distinguir el color original. Las suelas de los zapatos no tenían nada que envidiar a un queso gruyere.

Después de cada colación, el equipo de utilería nos pasaba por la cara esponjitas con un líquido ácido que nos hacía transpirar, y cuando no estábamos suficientemente sucios añadían unas manchas de tizne en el cuello o en la frente. Nunca entendimos lo de las esponjitas porque con el calor ambiente sudábamos sin parar casi todo el día.

Don Hernán Behm a veces nos acompañaba en los descansos. Era curioso ver al   General con su uniforme cubierto de medallas, sacándose el casco prusiano con penacho para compartir sándwiches y bebidas con los andrajosos niños huelguistas. Nos explicaba que lo de los harapos no era porque los mineros descuidaran la vestimenta de sus hijos, sino por el tiempo que había pasado desde que abandonaron las minas para ir a la ciudad, más las jornadas que habían pasado recluidos en la Escuela Santa María.

Mi mamá no había querido participar con nosotros, se quedaba en el hotel en el Vedado junto con la madre de Luciano, después del trabajo les gustaba conversar en un banco a la sombra de los flamboyanes de la Avenida Presidente. Me dejaba ir porque don Hernán le había prometido cuidarnos.

Nos preguntábamos cuántas escenas más de la matanza se necesitarían para dejar satisfecho al director.

—Miren cabros — nos dijo el General —, el director es detallista. Cuando filmamos los encuentros entre españoles y mapuches…

—Supongo que le tocó ser español tío — lo interrumpí.

—¿Qué crees tú? Para nosotros fue un calvario aprender a andar a caballo con armadura, pero creo que era peor para los compañeros que les tocó ser mapuches.

—¿Por qué? — preguntó Luciano.

—Tenían que cabalgar en pelotas. Luego de unas cinco o seis escenas de ataque a caballo, quedaban con el trasero totalmente cocido.

—¡En pelotas! – grité yo.

—Sí, después los veíamos poniéndose povidona unos a otros.

Don Hernán reía y se rascaba las largas patillas postizas que llevaba para caracterizar a Silva Renard. Luego de esos instantes risueños se ponía serio. Como que no se daba permiso para reír mucho. Yo imaginaba a su hijo ausente, mirándolo con unos ojos tan azules como los de su padre, con el ceño fruncido, como reprochándole  por estar haciendo chistes mientras él arriesgaba la vida.

A veces se quedaba mirando hacia el horizonte. Luciano y yo lo acompañábamos en el silencio. Alguna vez, tratando de interpretar sus pensamientos, le dije algo así como:

—Pero es importante esto de la película que estamos haciendo ¿verdad? Va ayudar a que el mundo preste más atención a nuestro país.

—Ojalá — Su sonrisa fue triste, después sacudió la mano como para ahuyentar un pensamiento, y mientras se levantaba del taburete acomodando su sable  nos gritó —. Ya. ¡A la escuela!, hoy tengo que ametrallarlos por lo menos un par de veces más.

Nos deben haber matado más de cien veces. Por lo menos unas cinco por día. Recuerdo que a veces para mayor dramatismo, alguna señora alzaba mi cuerpo ensangrentado clamando hacia los oficiales, para después caer también abatida por una ráfaga. En otras ocasiones quedaba tendido y al rato alguien caía encima aplastándome. O bien me dejaba rodar aparatosamente por una pendiente rasmillando mis brazos y piernas. Cuando andaba más melancólico caía de a poco, en cámara lenta, trastrabillando y lanzando manotazos al aire.

Repetimos tantas veces las marchas desde las minas, las manifestaciones en la escuela, y las discusiones sobre qué hacer, que nos dolía el desenlace. Algunos lloraban de verdad al cesar los disparos, cuando caminaban entre los cadáveres. Pasábamos más tiempo del día en eso que en nuestras rutinas de estudio o trabajo. Creo que luego de un tiempo ya nos sentíamos pampinos. ¿Qué habrá sentido don Hernán? No podía identificarse con Silva Renard como nosotros con los huelguistas, ni siquiera era actor, en ese caso quizás habría podido hacerlo. Era abogado, y le tocaba ordenar diariamente la matanza porque era rubio, y porque necesitaban protagonistas con acento chileno.

Para una de las tomas llevaron extras cubanos. Don Hernán aprovechando su voz  de mando como General a cargo de la zona, hizo ver al director que se producía un problema de acentos, los anfitriones gritaban ¡Hue-ga!, ¡Hue- ga!, con su característica voracidad por las eles. Le hicieron ver que no importaba, porque luego la banda sonora sería ajustada por los especialistas.

No tenía cómo saber que esa era la última vez que los iba a ver en mucho tiempo, y la última matanza que se filmó con don Hernán. Recuerdo perfectamente que en esa ocasión, apenas dio la orden de fuego, una pareja de adultos me tomó cada uno de una mano y corrieron conmigo. Alcancé a divisar a Luciano que caía de espaldas como golpeado por una ráfaga. Yo estaba molesto porque tenía preparada una muerte muy acrobática, pero ese par que me arrastraba fuera de la escena me impidió ejecutarla.

Al día siguiente don Hernán y Luciano no fueron a la filmación.  Habían llegado desde Chile malas noticias sobre Alberto, el hermano mayor de mi amigo.

El director debió buscar un nuevo General Silva Renard. Don Hernán ya no pudo seguir desempeñando el rol de un asesino. Se fueron los tres a Argentina, a tratar de hacer gestiones para sacar de Chile el cadáver de Carlos Behm.

Aunque el nuevo General, un gringo de izquierda afincado en Cuba, resultó ser más brutal que don Hernán ordenando la masacre, ya no pude morir con el entusiasmo de antes. Abandoné la Escuela Santa María antes de que el Director diera con la escena precisa.  Fui a ver la película cuando la estrenaron, pero nunca he vuelto a escuchar la Cantata de Quilapayún.

 

 

A Enrique (Kiko) San Martín, por su afecto con los niños del exilio, y por sus historias sobre la filmación de “La cantata de Chile”, que me ayudaron a complementar mis recuerdos.

A Héctor Behm, amigo de casi toda la vida.