Los límites y el flujo de la vida seducen, pero al mismo tiempo inquietan. Tal vez por aquello de que el sosiego, la inmutabilidad y la permanencia, parecieran ser más que expresiones de deseo, o un refugio, ante la zozobra y la vitalidad que la existencia pareciera portar en sí misma.

La seducción de lo permanente es ante todo un reclamo, que nos acompaña desde siempre, ante la fugacidad del tiempo, las cosas y la vida misma.

Somos los únicos seres conscientes de vivir y de la muerte. Sabemos que estamos vivos y que el límite final nos espera, sin prisa ni negociaciones.

…»Memento mori» («recuerda que morirás»), susurraban al oído de los generales triunfantes durante su desfile de homenaje y bienvenida en la Roma imperial. Advertencia y proclama, al mismo tiempo, para transeúntes olvidadizos del límite final y del gran cambio.

La muerte, en la cultura superficial del consumismo y la apariencia, no se nombra, se oculta, se disfraza, para no incomodar, ni arruinar, nuestros paseos aspiracionales por galerías y centros comerciales.

También la muerte, como fenómeno fundamental de nuestra vida (de nuestra existencia) es sublimada y opacada, en todo lo definitorio y final que ella contiene, por discursos y propuestas que pretenden remitir aquel límite a una suerte de realidad metahistórica o supraterrenal. Sobre esa realidad se han construido discursos, imperios y corporaciones de todo tipo. Con una alta rentabilidad económica, social y política, en todo caso.

Es tan apabullante la constatación de nuestra propia finitud, que el ser humano (desde siempre) ha intentado establecer espacios, ritos y creencias que le permitan vencer el flujo y el cambio final de la existencia, con aquella dosis de esperanza supraterrenal, que lo conduce finalmente al consuelo ante lo inevitable.

Sin embargo, hay quienes también nos han recordado, que es precisamente ese flujo y ese límite final el que nos otorga la posibilidad, en el «aquí y ahora», de ofrecerle a nuestra vida un sentido propio, autodeterminado y sin referencialidades supraterrenales ni metafísicas innecesarias. Desde la más profunda humanidad  (sin adjetivos) nos han invitado a correr el riesgo de asumir la existencia simplemente a escala humana, con toda la grandeza y la precariedad que eso significa.

La muerte, sin lugar a dudas, es fundamentalmente cambio. Qué es lo constitutivo de ese cambio… a dónde apunta o a dónde conduce, es algo a lo que cada cual deberá responder en lo profundo de su conciencia y en lo cotidiano de sus acciones.

Albert Camus nos recordó en alguna oportunidad que:.. «somos seres para la muerte». Es  precisamente esa realidad ineludible e irrevocable la que no se debe convertir en protagonistas de una vida plena, en la cual hagamos asomar a cada momento la humanidad que nos habita, sin miedo ni paraísos, artificiales o inducidos, que nos alejen de la apasionante tarea de vivir conscientes, solidarios y apasionados por cada pliegue que la existencia nos ofrece.

Más que preguntarnos si hay vida después de la muerte, deberíamos estar alertas para que haya vida antes de la muerte. Un mundo menos cruel, sería un buen comienzo. Y así navegar en el flujo existencial, con el desparpajo propio de quienes pueden darse a sí mismos el sentido final de los límites… para que el vértigo apasionante de la vida, siempre generosa y cautivante, no nos olvide, en la tarea de convertir nuestras finitud en desafío… y sentar a la muerte a nuestra mesa … e invitarle el penúltimo trago de la noche.