Nos hicieron correr por la cubierta del barco con los bultos al hombro. La figura intimidante de un marino, indicaba con gesto hostil y un grito de amenaza, la pequeña abertura  donde debíamos descender unos cinco metros, pegado a los eslabones de una escala de metal adosados  a la pared del barco. En el fondo estaba nuestro destino. Uno a uno, los trescientos prisioneros  fuimos bajando lentamente la mortal escalera hasta la sentina del barco. Sobre unas planchas de metal, acomodamos las colchonetas, los  sacos de dormir, las  frazadas o simplemente el cuerpo desnudo en esa dura y fría superficie. El  oleaje golpeaba el costado del Andalién, un antiguo carguero del tiempo del salitre y nuestra incertidumbre. No sabíamos a donde nos llevaban. Las especulaciones más pesimistas eran que seríamos fondeados en alta mar. A medianoche el viejo navío empezó a moverse lentamente como un dinosaurio dormido. Esa primera jornada fue de un silencio duro y compacto como el miedo. En el centro de la sentina habían acomodado unos tablones y, sobre ellos unos tambores de aceite cortados por la mitad. Eran los retretes. Quienes no podían controlar  la urgencia de las tripas, debían soportar la degradación de realizar sus actos naturales ante los cientos de miradas que se esforzaban por desviar la vista. Empezábamos a perder la privacidad de nuestros actos más íntimos. Cuando el amanecer filtró unos tímidos rayos de sol  por la pequeña abertura de la superficie, cobró fuerza la idea de que nos llevaban a Chacabuco, un campamento minero abandonado en el desierto de Atacama. Las conversaciones se hicieron más fluidas; se rearmaron los grupos del Estadio Nacional; especulábamos sobre nuestro destino; hacíamos los primeros análisis del fracaso y reaparecieron antiguas posturas políticas e ideológicas.

Un repiqueteo de campana en la altura, anunciaba que debíamos subir a cubierta para recibir la única ración del día. Trepábamos los angostos eslabones, al comienzo con miedo y precaución, después con una agilidad felina. Arriba nos esperaba un contingente  de marinos armados e iracundos, un fondo repleto de porotos y la extensión serena, profunda, interminablemente azul de nuestro mar. A lo lejos, se divisaba el borde ocre  de la costa nortina. Aprovechábamos los escasos minutos  para respirar el aire fresco  y salino del océano  y volvíamos  a sumergirnos en el vientre del barco, embriagados con la pureza del oxigeno. Los días y las noches  pasaban lentamente. Había que recuperar el sentido de la existencia.

Se organizaron unas increíbles veladas nocturnas. Se cubrían los tarros con tablones y se armaba el escenario donde se recitaba, cantaba o bailaba.

Un amanecer, cesó el ruido de las máquinas y supinos que habíamos llegado. El cielo estaba  oscuro cuando nos obligaron a abandonar el barco y subir a un tren de trocha angosta  rigurosamente vigilado. Racimos de metralletas colgaban entre los vagones; sombras armadas se movían cautelosas entre los hangares; tanques y soldados  se apostaban entre los edificios del puerto de Antofagasta. El tren empezó a internarse en el desierto. En los cables de la luz se posaban unos pájaros negros que parecían anunciar una tragedia.  Con mi rostro pegado a la ventanilla, recordaba a mi padre ferroviario. ¡Cuántas veces habría hecho este trayecto al corazón de la nada!

 

 

EL INTERROGATORIO

Una mañana de octubre, me sacaron de la escotilla nueve del estadio nacional y me llevaron a un sitio que tenía fama de siniestro: el “caracol norte”. Allí se realizaban las torturas más rigurosas y selectivas.

Me obligaron a tenderme en la tierra y un milico me amarró la vista con un pañuelo sucio y me cubrió la cabeza con una frazada. A partir de ese momento empecé a percibir el mundo a través del miedo. No sé cuánto tiempo estuve encerrado en una zanja de tierra en las afueras del temido “caracol”. Escuchaba lamentos, gritos, alaridos. Vehículos que frenaban o partían. Unos metros más allá de las rejas, el mundo continuaba  su rutina normal. Aquí, en cambio, estábamos en la antesala del infierno. La vida no encajaba en ninguna teoría. Sudando bajo la fétida frazada, se me hacían añico las doctrinas religiosas, políticas, sociales. Aquí estaba yo con los ojos vendados, a la espera de un castigo cuyo único fin era doblegarme, eliminarme de este mundo. Recordé a mis abuelos y sentí pena por ellos. Estaban muertos, es cierto, pero también estaban aquí, a mi lado. Recordé mi infancia y todas las cosas buenas que me pasaron en la vida y, en vez de rebelarme, de echarme a correr, de gritar, esperé el turno de la tortura. Recordé los besos de mi padre cuando regresaba de sus trenes; la fortaleza de mi abuela Carmen Luisa; los cuentos que me leía mamá en las solitarias estaciones ferroviarias de mi infancia. Mi nombre sonó a través de los parlantes y dos milicos me levantaron de las axilas. Me condujeron, en vilo, por la oscuridad de un recinto. Un golpe en la espalda me tiró de bruces sobre las baldosas. Repté como un gusano, ayudado por recios puntapiés en las costillas. Una voz imperativa me ordenó levantar. Sentí que se desprendía la piel de mis huesos, de mis ojos, que mis oídos iban a reventar. Me preguntaban por nombres, por calles, armas y planes inexistentes. Me redujeron a escoria, a basura, mierda. El dolor se fue asimilando a mi cuerpo. No sé cuánto tiempo estuve encuclillado con los pantalones en  los tobillos. Ya no había preguntas ni respuestas, sólo el placer de golpear un cuerpo insensibilizado. Me hicieron firmar un papel que no vi. ¡Quedas en libertad condicional, hijo de puta! Tronó una voz a mi espalda y dos milicos,  me condujeron de vuelta al sol.

Afuera, los mismos fascistas que me habían golpeado a la entrada, me pasaron un plato de comida. No pude tragar y cabizbajo volví a la celda.

Lo de la Libertad Condicional era solo una broma siniestra. Tuve que esperar un año en el campo de prisioneros de Chacabuco  para obtener la libertad  y salir al exilio.

 

LONQUÉN

  Estos cerros son los mismos cerros. La luna que los siluetea contra el horizonte es la misma luna. El camino pedregoso que bordea el río, es el mismo camino pedregoso. Cada cosa repitiéndose a través de los siglos, cada piedra, cada pájaro, cada ruido. En este valle vivieron nuestros ancestros. Aquí cazaron, levantaron sus rucas, amasaron vasijas y tejidos, enterraron a sus muertos, realizaron  ritos sagrados a sus dioses y guerrearon contra tribus hostiles. Hoy sólo quedan restos momificados, huesos duros, trozos de armas y utensilios de labranza, la huella calcinada del fogón donde sacrificaron hombres y animales al apetito insaciable del miedo, el lugar de sus plegarias, el eco de sus cantos. Aquí, entre estos cerros que una luna redonda y amarilla siluetea contra el horizonte, todo permanece igual, hasta el silencio. ¡Todo! Menos nuestros amigos. El odio  les deformó las voces, les ofuscó la memoria. Y aquí van dando tumbos entre las peñas, clavando sus fusiles en nuestra carne tumefacta, ensuciando la cúpula estrellada con insultos y amenazas. A ratos, queremos decirles que no le hemos hecho daño a nadie. “No le hemos hecho daño a nadie, muchachos” –queremos decirles. Queremos pensar que siguen siendo nuestros amigos. Pero las palabras se nos atrancan dentro del pecho, porque no lo son. Estos que nos empujan cerro arriba con el cañón de sus fusiles, no  son Juanano, ni Coliqueo, ni Jacinto Torres, ni Sagredo con quienes compartimos la infancia, con quienes fuimos juntos a la escuelita del pueblo, con quienes hicimos la Primera Comunión juntos. Y de adultos, con quienes jugábamos fútbol los sábados por la tarde. Y nos abrazábamos, y gritábamos y  brindábamos con cerveza en el bar de don Tilo. No, no son los mismos. El odio les borró  la memoria. Y nos empujan cerro arriba con el cañón de sus armas. Y una luna redonda y amarilla les ilumina los rostros iracundos y hace brillar el resuello que vuelcan en nuestras espaldas. Estos no son nuestros amigos; son nuestros verdugos. Por la fragancia de los árboles, por el filo de las piedras, por el canto de los grillos y por el rumor del río sé que a mi padre, a mis hermanos y a mí nos llevan al pique de la mina abandonada. También sé que nos dispararán por la espalda para no mirarnos a los ojos. Y sólo será un fogonazo en medio de la noche, un estruendo que repetirá  el eco de montaña en montaña, la vida escapando por los boquetes en la espalda. Después cubrirán nuestros cuerpos con cal para que no se descompongan, y no se los coman los zorros, ni las águilas, ni los perros. Y nuestros cuerpos se integrarán a la tierra, a esta misma tierra que nos vio nacer y que perteneció a nuestros ancestros. Y la carne, y los huesos, y la sangre se harán barro y greda. Y  manos sabias las convertirán en cántaros, en flores y palomas. Y reviviremos en el movimiento de esas manos ancestrales. Y todo seguirá igual a través de los siglos. El mismo cielo, las mismas piedras, el mismo río, la misma luna. Sólo nuestros amigos que hoy visten de uniforme, no serán los mismos. El odio les carcomerá la carne, le secará la sangre en las venas, les perforará los ojos… 

 

LLAMADO  AL  DISCO NEGRO

Mi envidiable y tranquilizadora  condición de “LC” (Libertad Condicional)  había sucumbido  definitivamente entre el desorden  de los milicos o en una más prolija revisión de mis antecedentes. Llevaba semanas escuchando listas de nombres de quienes salían en libertad. Las graderías del Estadio Nacional empezaban a ralear preocupantemente.

Las torturas se volvían más selectivas y rigurosas. Por las tardes, veíamos regresar a los torturados desde el temido “caracol norte” (una construcción circular fuera del estadio), caminando como sonámbulos  por la pista de ceniza o desfallecidos, envueltos en frazadas y transportados por brazos solidarios. Eran los que  señalaba un  siniestro y encapuchado  personaje (se decía que era un  dirigente traidor) o bien los que eran llamados al fatídico “disco negro”  (una señalética ubicada frente a la marquesina de las tribunas preferenciales)

Un domingo, mientras  nos asoleábamos en las graderías y lucubrábamos sobre nuestro incierto futuro, escuché mi nombre por los parlantes y la orden perentoria de presentarme ante el “disco negro”. Me incorporé de un salto y sentí que el terror me nublaba el entendimiento. Un temblor perceptible me sacudía de pie a cabeza y mi voluntad era bombardeada por contradictorios consejos: “No te presentes”. “Escóndete”, “Niega tu identidad”. “Es mejor que vayas” “Negarse puede ser peor”. Los parlantes continuaban llamándome insistentemente.

Decidí enfrentar la situación. Bajé las escalinatas con la sensación de ir descendiendo a los infiernos. Caminé lentamente por la pista de ceniza. Escuchaba gritos de apoyo, clamoreos leales, puños elevados a la altura. Era el ritual. La despedida de la víctima. ¿De qué se me acusaría? ¡Me confundirían con alguien? ¿Resistiría la tortura? ¿Sobreviviría? Llevaba la boca seca y me palpitaban las sienes.

A medida que  me acercaba al “disco negro” crecía mi angustia. No sólo ante la tortura inminente, sino ante mi propia tortura. ¡Era tan débil mi adhesión a mis principios? ¿No había elegido libremente un camino y luchado por mis ideales? Sentía náuseas y unos irresistible deseos de vomitar. Los parlantes seguían voceando mi nombre. Quise pensar en el Che, en su valor combatiente, en su dignidad revolucionaria, quise cobijarme con su ejemplo. ¿Era yo tan miserable, tan cobarde, tan mierda? Y , sin embargo, ahí iba , obnubilado por el miedo, sacudido por temblores, con el estómago atenazado de dolor.

Finalmente llegué al fatídico “disco negro”. Desde un grupo de uniformado, se desprendió una figura familiar. Era Sebastián. Mi primo carabinero. Me sujetó por los hombros. Me pasó un papel y lápiz. “Escribe un mensaje a la tía. Cree que estás muerto”. Me entregó sus cigarrillos y desapareció.

Mi regreso a las tribunas debe haber provocado curiosidad en las graderías. Yo arrastré durante días, una insoslayable sensación de vergüenza y  el sabor amargo de la cobardía.